Próximamente se van a debatir en el Parlamento español cuatro proyectos legislativos que, de ser aprobados tal cual por la mayoría de los partidos (según parece, será así si no se remedia), serían un retroceso muy importante en el desarrollo de nuestra sociedad, una verdadera «hecatombe», como alguien ha dicho del conjunto de esos cuatro proyectos legislativos: el conjunto de los cuatro socava los cimientos en que se asienta nuestra sociedad española; el desarrollo de nuestra sociedad, de la misma democracia, no es posible si se debilita o quiebra la realidad, la verdad del hombre, de la persona humana y sus derechos fundamentales e inalienables, no sujetos a transacciones entre las fuerzas políticas. Se trata de los proyectos legislativos sobre eutanasia, sobre vientres de alquiler, sobre ideología de género y sobre libertad religiosa.
 
En todos ellos, por lo que se conoce, se percibe una pérdida de humanidad muy notable, de nuestras raíces y convicciones más hondas: no van a favor del hombre sino, al contrario, destruyen en su conjunto el bien común. Conllevan estos proyectos en su seno una crisis social y política que no se puede despreciar, es un avance en la crisis de los derechos humanos fundamentales y en el dominio del «nuevo orden mundial» que se pretende imponer a todos.
 
Por eso no podemos permanecer en silencio, hay que actuar y reclamar derechos fundamentales que no se pueden hurtar a los españoles, apelar a la responsabilidad de quienes deben ser garantes y defensores de los derechos fundamentales en los que debe sustentarse el aparato legal fundamental de nuestra sociedad. La pérdida del sentido de la esencia -es decir de la verdad- del hombre, como he dicho en otras ocasiones, es donde podemos encontrar la raíz de la actual crisis política y social que nos acompaña, crisis de los derechos humanos. O lo que es lo mismo: la desaparición de un concepto de persona que no esté sometido a las decisiones cambiantes y de poder de los hombres sobre qué es la persona es lo que está en la base de tal crisis.
 
Este es el mismo problema con que se enfrenta no solo la legislación, sino también la moral y la ética hoy: ha desaparecido la conciencia de la verdad de la persona como algo que nos precede y que no está sometida a nuestro arbitrio, a nuestras decisiones subjetivas, aunque esta subjetividad sea expresión de una colectividad humana en una cultura –o en una pseudocultura– determinada. Crisis moral, crisis ética, crisis de legalidad de una sociedad o de una cultura es crisis de la sociedad: así es históricamente, evidente. Esta crisis política y social de los derechos humanos a la que me estoy refiriendo es fácilmente constatable para cualquier observador imparcial de la actual hora histórica de la humanidad.
 
Se manifiesta, en toda su hondura moral y en su trascendencia crucial para el futuro del hombre, a través del nuevo planteamiento del derecho a la vida, que ha precedido, acompañado y seguido a los cambios legislativos en torno al aborto (cuya aceptación social «es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en el siglo XX», en expresión de Julián Marías).

Sus consecuencias en el plano estrictamente jurídico-constitucional no se hicieron esperar. La duda sobre el sujeto del primer derecho fundamental de la persona humana, del derecho a la vida, quedaba instaurada en el corazón mismo del sistema ético-jurídico tan laboriosamente elaborado a lo largo de siglos de purificación constante de la experiencia jurídica de la humanidad.

El precio antropológico no podría ser otro que poner en cuestión su carácter de humano, llevando la argumentación, en no pocos casos, hasta el extremo, abiertamente insostenible desde todos los puntos de vista científicos, de que el embrión e, incluso, el feto en determinadas hipótesis es una cosa, un algo que forma parte del cuerpo u organismo de la madre; y no, en feliz expresión de Julián Marías, un alguien, un quien, al que no se le puede sustraer la condición de ser personal, inherente a todo ser humano. Con lo cual, no sólo queda gravemente cuestionado el derecho fundamental del hombre a la vida, sino también la persona misma. ¿Quién, y cuándo, y cómo se es hombre? ¿Quién lo decide? ¿O es que está en manos del hombre –de su poder– el decidir cuándo se es persona? Como señaló en su día la Congregación para la Doctrina de la Fe en su Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública, «la historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista».
 
Cuando se dice que «el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondiente a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos» (Juan Pablo II), se está cayendo en el «pensamiento débil» de nuestros días.

«Pensamiento débil» al que correspondería una moral subjetivista, una legalidad voluble y acomodaticia y una política pragmática que, tras la crisis de las ideologías políticas, convertiría a la democracia misma en una ideología y dejaría el conjunto de la vida política al resultado azaroso de la lucha de intereses o de poder. ¿No es este pensamiento el que se ha apoderado de las legislaciones europeas u occidentales al legislar sobre el derecho a la vida en el caso del aborto o de la eutanasia, o en otros ámbitos biomédicos, como los referentes a la experimentación con embriones? ¿No sucede algo parecido con respecto al matrimonio y a la familia?

Por todo esto digo desde aquí: «España, Europa, América por la vida, por la familia, por el hombre, por la libertad». Ahí está nuestro futuro y no la ruina a la que nos llevará las ideologías de un pretendido nuevo orden mundial que, en el fondo, llevará a la ruina a la humanidad.

Publicado en La Razón el 20 de septiembre de 2017.