Lo tiene difícil por la situación envenenada que vive la región y por el ambiente nada propicio para el hecho religioso que se respira en el ámbito catalán. Por una parte se registra un laicismo rampante generalizado que achicharra cualquier brote espiritual que pueda surgir en este o en el otro punto. No es un problema exclusivo de Cataluña, pero allí es mucho más acusado. No es tampoco una cuestión que haya aparecido de pronto, sino que viene de atrás, de bastante atrás. Como poco desde la desbandada de sacerdotes, religiosos y religiosas que se registró a raíz del Concilio Vaticano II, en cuya deserción clerical los jesuitas, amén de otras órdenes y congregaciones, tuvieron no poca responsabilidad. Pero es una cuestión de la que, según parece, no se quiere hablar ni remover los fondos turbios de aquel lamentable pasado.
 
Personalmente sigo esperando que alguna pluma esclarecida y objetiva se anime a poner en negro sobre blanco aquellos tristes hechos de los años sesenta y setenta, que tanto daño hicieron a la fe y a la Iglesia, sin beneficio para nadie como no fuera para engordar a nuestros enemigos.
 
A mi modo de ver, dos fueron los principales focos cristofóbicos propagadores de los virus laicistas que lamentamos ahora. Por un lado, estarían las terminales marxistas, que de acuerdo con las tesis de Gramsci, asaltaron las universidades y terminaron alzándose con el santo y la limosna. Fui testigo de ello en Valencia durante los años setenta, en el ejercicio de mi labor informativa. Arruinaron la enseñanza superior pública, convirtiéndola no tanto en centros de subversión política como en lugares de descomposición moral donde todo desmadre encontraba acomodo y expansión. En una palabra, se corrompió a la juventud de toda una generación.
 
En auxilio de tan perverso proyecto, acudieron no pocos sesudos profesores, intelectuales y profesionales liberales tentados por los círculos masónicos que ofrecían la posibilidad de promoción personal en una sociedad en trance de grandes cambios políticos y sociales, es decir, de grandes oportunidades. Cataluña en particular (y Barcelona y su entorno de un modo especial) se convirtió de esa manera en la región más masonizada de España. Ya era muy masónica en la Segunda República y lo vuelve a ser ahora.
 
Casi todos los partidos políticos actuales, por no decir todos, están trufados de masones de distintas obediencias, pero masones a fin de cuentas, aunque el que presenta mayores trazas de masonismo es Esquerra Republicana. Ya era así en sus inicios, hacia los años treinta, con el teniente coronel Maciá a la cabeza. Una de las pruebas evidentes de ello es la bandera en la que se envuelven, la cuatribarrada de la corona de Aragón con su triángulo masónico. Toda bandera identitaria de cualquier lugar del mundo con un triángulo en ella es de inspiración masónica. Por ejemplo, Cuba, Filipinas, Bahamas, etc. Y sabemos, por su ideología y por los hechos, que masones y marxistas son enemigos de la Iglesia.
 
El independentismo catalán, por su parte, ha tenido la virtud de partir a la sociedad catalana en dos mitades difícilmente conciliables entre sí, pillando a la Iglesia en medio. No diré que sin comerlo ni beberlo, porque cierto sector del clero y más de un obispo tomaron partido por el reaccionismo separatista, pero en todo caso, y en la medida que pretenda ser neutral, ajena o mediadora de un conflicto de imposible arreglo, sólo logrará o está logrando recibir palos de unos, de otros, de los de más allá, o de todos a la vez. Es un ejemplo claro de alguien que sin haber ido por lana sale sin embargo trasquilado. Por eso digo que la Iglesia en Cataluña lo tiene muy complicado. Al laicismo feroz, el feminismo radical, la totalitaria ideología de género y otros regalos envenenados que se sufre en aquellos pagos, como en lo malos tiempos de otros periodos históricos, se une ahora el desgarro soberanista, como si los catalanes, o una parte de ellos, se hubieran vuelto locos o cainitas. ¡Que Dios se apiade de Cataluña!