Siempre, a lo largo de toda la historia, se había entendido que los “deseos” de las personas debían canalizarse de forma adecuada. Incluso debían educarse. No todo deseo era en sí mismo bueno, y otros, sin ser negativos, podían ser inoportunos en un momento determinado y aplazarse en su realización. Muchos incluso podían ser peligrosos. Algunos, debían simplemente ser desechados por resultar imposibles de realizar, hasta el punto de convertirse, si el protagonista se obstinaba en mantenerlos, en fuente de tensiones de todo tipo o incluso de neurosis.

Hay que reconocer que quienes han promovido la ideología del deseo -del cual la ideología de género es una de las vertientes- han conseguido un gran éxito. Han dinamitado aquella ponderación y discernimiento que debía aplicarse a los deseos y han logrado que una gran parte de las personas consideren tales deseos como liberadores, sean cuales fueren. Han dado un vuelco mental de 180 grados. Antes se entendía que la virtud, o el buen obrar, estaba en relación con una norma de valor universal, extrínseca a la persona. Ahora no. Para muchos no existe más ética que la derivada del deseo. No es raro haber oído a jóvenes aquello de “lo quiero todo y lo quiero ahora”. Unos deseos que, además, pueden ser cambiantes en minutos.

Aplicado a la ideología de género vemos que ni siquiera se reconoce y acepta la identidad del propio cuerpo, de la propia sexualidad.

Esta universalización del deseo como única fuente de ética y de valor tiene, entre otros, un elemento fundamental, el de la ausencia de responsabilidad. Deseo tal cosa, al margen de las consecuencias que pueda tener, para mí, para otros, o para el conjunto de la sociedad.

Una muestra más y muy actual de ello se ve en una obra de teatro que se está representando en el Teatre Nacional de Catalunya, en Barcelona, Mare de sucre [Madre de azúcar], con gran respaldo mediático, apoyos en todos los niveles y elevada asistencia de espectadores. El eje central es la exigencia de discapacitados intelectuales de poder ser padres. Más en concreto, de la protagonista, que con gran vehemencia reivindica que quiere ser madre.

No es una pura obra de entretenimiento, sino que lanza un reto y una reclamación a la opinión pública y a las instituciones.

Con el máximo respeto a las personas con discapacidad intelectual, y debiendo ser valorado cada caso porque los niveles de los afectados pueden ser muy diversos, lo que está claro en todo ello es que solo prima el deseo. Nadie se plantea, en un caso como éste: las personas que tendrán este hijo ¿estarán capacitadas para poder educarlo? ¿Tienen las condiciones mínimas para subvenir a sus necesidades? ¿Tiene derechos y dignidad el niño que vendrá? O he satisfecho mis deseos, he tenido el hijo por el método que sea y…  ya se las apañarán el niño y la sociedad.