Cualquier persona con una mínima capacidad de análisis de la Historia descubrirá que el rasgo más característico (constitutivo, en realidad) de nuestra época es el afán de ´cambio´; y también que se trata de un ´cambio´ que actúa siempre en la misma dirección. Bastaría analizar, por ejemplo, la evolución política de los treinta o cuarenta últimos años para descubrir, por ejemplo, que los llamados ´conservadores´ han hecho propias y defienden con orgullo tesis que hace unas pocas décadas los ´progresistas´ apenas se atrevían a defender vergonzantemente. Este fenómeno nos confirma que los conservadores son tan sólo quienes se encargan de conservar y consolidar los ´avances´ progresistas; y nos revela un designio muy profundo que, por miedo, no acertamos a explicar; o que explicamos ingenuamente como un «signo de los tiempos» -que repetimos como loritos- exigen «renovarse o morir», adecuarnos a nuevas ideas como quien se adecua a nuevas modas indumentarias.

Pero lo cierto es que lo propio del ser humano no es andar cambiando de ideas a cada poco, o sometiéndolas a un constante proceso evolutivo, más allá de los cambios de percepción que nos procura la experiencia de la vida y la acumulación de sabiduría (y estos cambios de percepción, para la mentalidad moderna, son de naturaleza más bien ´involutiva´). Escribía San Agustín en sus Confesiones que el alma no halla descanso en las cosas que no son firmes; y, sin embargo, el alma del hombre de nuestra época está siendo constantemente hostigada para que abandone las convicciones firmes y se entregue al desasosiego de los pareceres voltarios, como si la ley del pensamiento no fuese la verdad, sino la opinión fluctuante. Aquel «todo fluye» que enunció Heráclito, para referirse a los cambios biológicos y naturales, se ha convertido en un «devenir» que afecta también al pensamiento, sometido a un constante proceso de mutación. Todavía el sentido común le dicta a las gentes sencillas que quien anda cambiando constantemente de ideas, o amoldándolas a la coyuntura, es un ´chaquetero´; pero entre las llamadas ´élites´ (que son las oligarquías encargadas de matar el sentido común de las gentes sencillas) este cambio constante es mostrado como la forma suprema de sabiduría y la prueba máxima de «inteligencia emocional». Quien, por el contrario, se mantiene leal a sus convicciones es mostrado como un retrógrado peligroso, un inmovilista al que conviene dejar aparcado en la cuneta, para que no actúe a modo de lastre en los procesos de cambio que se siguen produciendo sin cesar.

Por supuesto, todo cambio tiene una dirección, un ´hacia dónde´; pero nuestra época esconde tal elemento, que en todo caso disfrazará con los oropeles del ´progreso´. Pues lo que a nuestra época le interesa es, ante todo, que las masas avancen en pos de ´nuevos horizontes´, sin saber cuál es la meta, sin plantearse siquiera si tal meta es en realidad un precipicio o un vertedero, un cementerio o un patíbulo. Como si una fuerza ciega y mecánica nos estuviese dirigiendo constantemente hacia una suerte de tierra prometida (¿por quién?) donde disfrutaremos de una vida más plena, coronada por el disfrute de nuevos ´derechos´. Por supuesto, tal tierra prometida nunca se alcanza, como ocurría con la tortuga en la paradoja de Zenón de Elea; pero su persecución quimérica permite que los hombres no se adhieran a ninguna convicción definitiva, y así puedan extraviarse más fácilmente.

En cierta ocasión, Chesterton se refirió a un progresismo nefasto que consiste en «alterar el alma humana para que se adapte a sus condiciones, en lugar de alterar las condiciones para que se adapten al alma humana»; y que, en su desalmada labor, siempre se apoya en el mecanismo del precedente: «Como nos hemos metido en un lío, tenemos que meternos en otro aún mayor para adaptarnos; como hemos dado un giro equivocado hace algún tiempo, tenemos que ir hacia delante y no hacia atrás; como hemos extraviado el camino, debemos también extraviar el mapa; y, como no hemos realizado nuestro ideal, debemos olvidarlo». Todo menos arrepentirnos y retroceder, que es una herejía que nuestra época no admite; pues, al arrepentirnos y retroceder, descubriríamos que hay certezas inamovibles, verdades inmutables y palabras perennes. ¡Y hasta podríamos pararnos a escuchar al que dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»! Y esto es lo que el afán de cambio no puede permitir en modo alguno; pues, al fin y a la postre, toda esta maquinaria que hemos descrito fue concebida para combatir a quien pronunció esas insultantes palabras.

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