En Los conservadores y la revolución, Álvaro Delgado-Gal dedica dos capítulos al arte contemporáneo y la literatura. Parecen digresiones del hilo político de su chispeante ensayo. Todo lo contrario. Las pruebas más evidentes de que la crítica conservadora es acertada son los resultados artísticos y literarios a los que ha abocado la postmodernidad revolucionaria.

La cosa viene de lejos. Iré rápido. El subjetivismo que fue imponiéndose a medida que abandonábamos el pensamiento aristotélico-tomista no sólo daba la espalda a la verdad. También a cualquier concepto objetivo de belleza. Todo se hacía descansar sobre la opinión o el gusto. Nadie negaría lo importante que es el gusto, pero no puede dejarse solo como único criterio de apreciación artística.

Todavía peor. Era arte lo que se lo pareciese al espectador; pero el artisteo vio ahí su ventana de oportunidad, con honrosas excepciones, como nuestro Ramón Gaya, adalid de otra modernidad posible. Para la mayoría se trataba, como decía Humpty Dumpty, de ver quién manda. Los artistas empezaron a decir que era arte lo que ellos dijesen, ea. Ahí tenemos a Duchamp firmando urinarios y a todo el mundo yendo detrás, encantados de haberse conocido y darse a conocer. Tiburones en formol, calaveras con diamantes, mierda enlatada y vámonos que nos vamos. Cobrándolo.

Como la cosa era tal chollazo, surgieron artistas de debajo de las piedras diciendo que las piedras mismas eran arte… con tal de cobrarlas. Obsérvese el sutil desplazamiento. El quid caía en la pasta. Por eso, el dictamen quedó en las manos (o los bolsillos) de galeristas y corredores.

Aquí llega Salvatore Grau y cobra 15.000 euros por una escultura de aire, que no existe. La obra se titulaba Io sono y, en efecto, era una constatación de que lo único que importaba era que el artista lo fuese, porque él lo dice, o sea, lo vale, esto es, lo cobra; y ya. Tenía el mérito de llevar hasta sus últimas consecuencias lógicas al arte postmoderno.

Sin embargo, hace unos meses el Kunsten Museum de Aalborg se negó a pagar al reconocido artista Jens Haaning dos cuadros en blanco. Haaning, que había titulado la obra Toma el dinero y corre, se negó a devolver la pasta: por la pasta en sí y porque se jugaba su condición de artista. Pero el museo ha ganado el pleito. No es un hecho anecdótico, sino el reconocimiento de que el subjetivismo está tocando fondo. Ahora sólo se puede mejorar.