No, Beethoven no puede ser contado entre los paladines del arte cristiano. Al contrario que otros grandes músicos, como Bach, Vitoria, Bruckner o Messiaen, el genio de Bonn nunca extrajo su inspiración creadora de la liturgia ni de los dogmas, ni siquiera de la Biblia y de sus mil y una historias fascinantes. Y, sin embargo, sería lícito afirmar que Beethoven representa una cumbre del arte religioso, si se entiende la religión como el vínculo del hombre con lo absoluto, con aquello que está más allá de la razón y de las leyes biológicas que determinan su existencia.

El autor de la Sinfonía Heroica fue un hijo de la Ilustración; por tanto, un enemigo del clericalismo, un ferviente defensor de los ideales humanistas y, hasta el final de sus días, un partidario de la Revolución Francesa (si renegó de Bonaparte, fue precisamente porque entendió que éste la había traicionado). Pero era muy difícil que un artista creador como él pudiera ser otra cosa en la Europa de finales del siglo XVIII, tan oprimida por el poder de la aristocracia y ante una Iglesia tan mundanizada y corrompida. Beethoven anhelaba una sola cosa sobre todas: la libertad. Libertad para expresarse, para vivir, para crear. Y la libertad era casi imposible en el antiguo régimen. Beethoven lucha, desafía el statu quo, tanto el artístico como el social, aunque progresivamente su criticismo, en especial tras el fracaso de los ideales de 1789 y la llegada de la Restauración, le conduce hacia la misantropía absoluta y el alejamiento de todo esperanza en el cambio político.

Pero Beethoven es, sobre todo, su música, y su música es un largo camino que va desde la autoafirmación del hombre individual frente al poder mundano y frente al destino adverso, hasta la plegaria de ese mismo hombre a la divinidad, una plegaria ora sumisa y agradecida, ora luchadora y desafiante, tal como se manifiesta en los últimos cuartetos y en la Missa Solemnis (¿hay alguna expresión más sublime de la religiosidad que la de su Benedictus?). Beethoven, podría decirse, es una mezcla de Prometeo, el robador del fuego sagrado, y de Jacob, el patriarca que luchó a brazo partido contra el ángel de Yavé y quedó lisiado de la lucha.

Cuando uno profundiza en la biografía del Ludwig Van, y profundiza en su música a la luz de ésta, tiene la sensación de que el autor de la Novena Sinfonía no hizo otra cosa en toda su vida que debatirse entre la pretensión ser Dios él mismo y la tendencia a invocarlo fervorosa y filialmente. Sería interesante considerar la existencia de distintos órdenes de martirio. Hay mártires de la fe, mártires de la virtud, mártires del pueblo o de la patria, pero también hay mártires del arte y de la belleza. Beethoven representa el máximo ejemplo de lo último. Qué terrible suplicio fue su peregrinar vital, su mala salud de alma y cuerpo, qué doliente y atormentada su psique a causa de los pésimos condicionantes genéticos y familiares, qué atroz su sordera inexorable. Y en medio de las pruebas, progresivamente más duras, su obra musical, progresivamente más bella y transfiguradora.

Y ya que a su sordera me refiero, ¿dónde cabe paradoja más enorme que la de un hombre que desde su juventud empezó a perder oído hasta dejar de oír casi por completo en los últimos diez años de su vida, y que pese a ello fue capaz de oír una música que estaba en alguna parte de no se sabe dónde, una música como ninguna otra que nadie hubiera imaginado jamás, y que fue capaz de escribirla para el resto de los seres humanos? ¿Fue Bach quien dijo aquello de que él no componía música, sino que se limitaba buscarla en las esferas celestes? Tal hizo Ludwig Van Beethoven [1770-1827]. Ludwig fue un visionario, como muchos santos y otros que quizá no lo fueron; sólo que él, en vez de ver visiones celestiales, oía sonidos, armonías y también dramas sonoros imponentes, de una grandeza incomparable.

Cierto, aunque nunca renegó de su catolicismo, Beethoven no puede ser patrimonializado por la Iglesia católica, pero, en la medida en que su música representa la victoria más rotunda de la libertad humana frente a las imposiciones de la naturaleza, de la sociedad y de la historia, el triunfo más indiscutible del espíritu sobre la materia, y de la belleza sobre el caos, encontramos en ella un aliciente poderoso para creer que el ser humano es algo más que el producto de unas leyes ciegas que la ciencia se encarga de ir descubriendo paso a paso.

Tanto o más que la filosofía cristiana, tanto o más que la escolástica, tanto o más que las revelaciones de los santos, la música y la obra de Beethoven, aquí, a nuestro alcance para siempre, debería ser la mejor prueba de que Dios existe.

Publicado en El Diario Montañés el 3 de marzo de 2020.

Si quieres contactar con el autor, puedes escribir a: enriquealvarson@gmail.com