Se señalaba anteriormente el rechazo a la sacralidad, y también y sobre todo al sacerdocio, revelado por la alergia que mucha parte del clero tiene hacia cualquier signo que se reconozca instantáneamente, sea el que sea, y que revele su condición de hombres que «Dios ha separado para sí», por utilizar una imagen bíblica. Parece que se olvida que la cruz tiene dos brazos, una horizontal y la otra vertical, una paralela a la Tierra, y la otra que indica el Cielo. Al creyente se le pide que practique una síntesis que no es siempre fácil: aquí, como en cualquier cosa que esté dentro de la dinámica de la fe, la figura del catolicismo es el oxímoron, no es el aut-aut, sino el et-et, es la unión de los contrarios, es la coexistencia de los opuestos. Por su naturaleza, el deber del cristianismo en la versión católica no es excluir, sino incluir, siguiendo las palabras de Jesús: «No he venido para abolir la ley, sino para darle cumplimiento». «Católico», repetía Jean Guitton, muy querido por un hombre equilibrado como lo era Pablo VI, «como indica la etimología de su nombre es aquel que quiere todo, que no quiere renunciar a nada».

Pero la síntesis, se decía antes, es difícil y precaria, en la emboscada siempre se encuentra el riesgo del desequilibrio. Hoy, entre los hombres de Iglesia, la prevalencia se da ciertamente al brazo «terreno» de la cruz. Es esta tentación de profanidad, de transformación del Evangelio en una militancia socio-política, que parece haber estado a la cabeza de la radical y discutida reforma litúrgica postconciliar; reforma para la cual primero el cardenal Ratzinger y después Benedicto XVI han pedido, sin cansarse, una contrarreforma.


El ya Papa emérito ha conseguido alguna cosa, aún encontrándose aquí con una resistencia tenaz y una desobediencia difusa. Es significativo que ha vuelto a dar derecho de ciudadanía a la misa «antigua», la que durante siglos alimentó la cristiandad y que ha dado un innumerable ejército de santos. Pero al mismo tiempo ha llegado incluso a ser vetada, o se ha permitido celebrarla sólo casi clandestinamente, en templos apartados, previo permiso del obispo del lugar, permiso que a menudo era rechazado con desdeño, como si fuera una ofensa a la Iglesia «adulta» y «abierta». Aquí se ha manifestado precisamente la resistencia de buena parte del clero y del episcopado y todavía dura, desanimando de varias maneras la realización de la Misa por el rito «extraordinario», tal y como la han calificado los liturgistas que la han situado junto a la de «rito ordinario».

Este centro del culto litúrgico, este fundamento mismo de la Iglesia, la celebración eucarística, tiene una doble naturaleza, como todo en la dialéctica cristiana: es un misterio sagrado, en el que Cristo renueva místicamente su encarnación y su inmolación en la Cruz; y es, al mismo tiempo, una asamblea, un reunirse, un sentarse juntos alrededor de la mesa que es el altar, para un almuerzo entre hermanos. Por tanto, al tiempo que es un misterioso sacrificio divino, también es un banquete entre los hijos de un mismo Padre.

Como decíamos, el et-et, el «esto y aquello» no es fácil. Así, durante los siglos anteriores al Concilio, parecía prevalecer el aspecto mistérico; pero después del Concilio ha prevalecido sin ninguna duda el aspecto humano. El Sacrum Tremendum del pan y el vino transformados en el cuerpo y la sangre de Cristo imponía que sólo lo pudieran tocar manos consagradas. Pablo VI tuvo que ceder a la presión de mucha parte del clero y de obispos, concediendo que también los laicos pudieran distribuir la hostia consagrada y, después, que los comulgantes pudieran recibirlo con sus propias manos, como si fuera un bocado de pan cualquiera. Al igual que con muchas otras cosas, el Papa Montini precisó que se trataba de concesiones para casos particulares y, en su lugar, se convirtió rápidamente en una costumbre generalizada.

Entre los deberes principales del nuevo Pontífice se encuentra el de continuar la paciente y tenaz labor de su predecesor para remediar el desequilibrio, para reencontrar la síntesis, también y sobre todo en la liturgia; síntesis necesaria para quien cree que la asunción de la humanida total por parte del Hijo no elimina en ningún caso su divinidad, su ser Hijo del Padre. La cuestión litúrgica es decisiva, está en juego mismo la fe: como siempre se ha sabido, en la Iglesia, lex orandi, lex credendi, la manera de rezar es la manera de creer. El nuevo Papa tendrá que comprometerse con empeño y el «gentil rigor» de su predecesor.


Siempre en esta misma línea se encuentra quizá la mayor de las actuales desinformaciones, que es más insidiosa cuanto más meritoria —aparentemente— parece: es decir, ver la Iglesia como la mayor de las ONGs, una organización de filántropos dedicados a socorrer a aquellos que necesitan asistencia material y, al mismo tiempo, a denunciar con tono profético las injusticias, disparidades, violaciones de derechos humanos. Sacerdotes y religiosas como militantes sociales, incluso a menudo como sindicalistas, unidos en la lucha, sin diferencias de religión, con todo hombre de buena voluntad.

Es un noble ideal, ¿quién puede negarlo? Pero a un cristiano eso no le puede bastar. En este generoso trabajar humano existe una inversión radical de la perspectiva de la fe: el «cristianismo secundario» —el del compromiso social y político— no puede, no debe ser antepuesto al «primario», que es el anuncio del Evangelio de la victoria sobre la muerte, de la felicidad eterna que espera a cualquiera que lo desee; es la «caridad de la verdad», antes incluso que aquella (que aunque digna, es una derivación) del pan; es la administración de los sacramentos que ayudan en la fe y conducen hacia la meta más allá de la muerte; es la oración individual pero también la liturgia pública, incensante, renovada cada día. El prius es la fe sin dudas en la verdad del Evangelio, es el anuncio de éste a los hermanos (el kérygma): la caridad material no es más que la consecuencia obligada, necesaria pero subordinada, del anuncio de que «Jesús es el Cristo». Aquél Código canónico renovado que comentábamos, esta recolección de leyes que rigen las instituciones eclesiales, advierte al final, después de tantas disposiciones para la vida eclesial ordenada, el fundamento de siempre, la razón misma de ser de la Comunidad cristiana: Salus animarus esto suprema lex Ecclesiae, la ley suprema de la Iglesia (y de toda persona de Iglesia) debe ser la salvación de las almas. La Iglesia existe para esto: para anunciar la Vida más allá de la vida y para acompañar a los hombres hacia este objetivo final. Ningún welfare state, por muy justo, perfecto u opulento que sea, podrá proporcionar jamás nada que se acerque a esta Esperanza que puede hacer soportable, si no luminosa, la vida humanamente más atribulada.

No es espiritualismo desencarnado, por el contrario: es conciencia de la palabra de Jesús, por la cual no existe vida humana sin una perspectiva de lo eterno. Aquel Jesús que predicaba la Palabra que salva y, después, pero sólo después, tras haber alimentado las almas, las mentes y los corazones, pensaba en los panes y en los peces para quitar el hambre también a los cuerpos. Aquel Jesús que miró con agradecido afecto a Marta que se afanaba por la casa, «atareada en muchos quehaceres», como escribe san Lucas. Pero a la que recordó que era la hermana María, acurrucada en silencio a sus pies, la que «había escogido la mejor parte, y no le será arrebatada». Es decir, la parte de quien pone en primer lugar la escucha de la Palabra de Dios, la meditación, la oración: el trabajo más valioso también socialmente, aunque sus efectos concretos se le escapen a nuestra miopía.


No es casualidad que la Iglesia siempre haya aprobado, animado y bendecido a las familias religiosas de «vida activa», dedicadas sobre todo a la caridad corporal, pero siempre ha considerado más valiosas —por tanto, más raras— las vocaciones a la «vida contemplativa», en el silencio y en el aislamiento del claustro. Un sacerdote secular que pida ir a un monasterio no encuentra obstáculos, mientras que el recorrido contrario es menos siemple, como si fuera un «descender» de un camino arduo hacia otro más fácil. Para la Iglesia, es como si tuviera que renunciar de mala gana a un valioso «obrero de la oración»: de ahí las dificultades que se interponen, casi como para exhortar a quienes hacen peticiones de este tipo a pensarlo bien.

Conceptos elementales para un católico. Y sin embargo, parece que se le escapan a muchos de entre los fieles, pero también —hablamos por experiencia personal— a algún miembro mismo del clero, formado en una perspectiva por la cual sólo dentro del activismo a favor de los «últimos» se realiza auténticamente el Evangelio. No es casualidad que Benedicto XVI nos haya vuelto a dar un ejemplo: en su deseo de continuar sirviendo a la Iglesia ha elegido el ministerio de la oración en la soledad y el silencio, es decir, en el compromiso más concreto que sólo la fe puede comprender.


Pero, ¿qué podría hacer el nuevo Papa salido del Cónclave, a la luz de estos puntos de crisis que se ha tratado de indicar, aunque sólo sea con unos pocos y rápidos apuntes que han dejado a medias otros tantos problemas? Desde luego no nos toca a nosotros sugerir la agenda del Pontífice, nosotros sólo somos cronistas, simples miembros laicos de la Iglesia que pueden, como máximo, intentar discernir y describir la situación.
En la perspectiva de fe existe un especial carisma del que el Vicario de Cristo está investido, una asistencia particular invisible que ha sido constatable en la historia. De hecho, han existido durante los siglos pontífices indignos, de vida poco regular, por no decir degenerada. Y, sin embargo, no importa cómo haya sido el hombre, su enseñanza no ha ido a la par: incluso quien actuó mal, predicó bien; ningún Papa se ha alejado jamás de la ortodoxia en doctrina y moral, incluso si esa ortodoxia le condenaba a él mismo. «Alguien» allá Arriba pareció realmente vigilar para que el ideal continuase siendo predicado con toda su pureza, a pesar de la miseria del predicador. El Papa existe para este deber: ser Magister fidei, garantía de la recta interpretación del Evangelio, incluso aunque esté abrumado por la debilidad humana y no sepa seguir con un ejemplo personal coherente sus justas palabras. Precisamente en los momentos más oscuros el creyente consciente ha sabido ir más allá del escándalo, recordando la exhortación de Cristo: «Haced lo que dicen, no hagáis lo que hacen».

Nosotros, en cualquier caso, no somos Hans Küng, que durante décadas se ha nominado anti-papa, que considera una especie de traidor a su colega docente de Teología posteriormente «Gran Inquisidor del Santo Oficio», como le gusta llamarle, y después, para más inri, papa. Küng, en una entrevista concedida justo después de la renuncia de Benedicto XVI, rayaba lo grotesco: alababa la renovación de la Iglesia, quería que los ancianos desaparecieran del mapa, decía que su colega Ratzinger había esperado demasiado para irse. No recordaba al lector que, sin embargo, con sus 85 años, es coetáneo de Benedicto XVI (apenas unos pocos meses menos), y aún así su incansable actividad prosigue como siempre, sin pretender querer dejar los encargos y papeles en los que está comprometido desde hace décadas. Larga vida a los jóvenes, ciertamente, como quiere la ideología pro-juvenil del ya remoto sesentayocho a la que son fieles sólo algunos curas, siempre atrasados con respecto a la revolución; ¡que se jubilen los Papas, qué diablos, no los anti-papas!

Pero, sobre todo, nosotros no somos Küng porque nos parece un delirio egocéntrico, de negación de toda perspectiva cristiana la respuesta a la pregunta «¿Qué espera del próximo Cónclave?». Respuesta que, por desgracia, suena así: «El Cónclave podrá dar un impulso sólo si los cardinales aceptasen el análisis expuesto en mi libro Salvemos la Iglesia». Porque, como ya se sabe, en una perspectiva de fe es el Espíritu Santo quien inspira a los electores en la Sixtina, y el Paráclito tendrá que darse prisa: es necesario que se haga con dicho libro y se lo estudie bien para encauzar a los cardenales no como Dios manda, sino como el profesor Küng manda. El Espíritu, en el Cónclave, no es más que un transmisor del Mensaje redentor, el que está sobre las mesas de bronce, con incisiones en caracteres góticos, de Salvemos la Iglesia.


Analizando las cosas con menos seriedad, nosotros creemos que la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo, Su propiedad exclusiva, está ya salvada, sin necesidad de nuestros análisis y nuestros libros que, más bien, corren el riesgo de almidonar la abundancia de vida del Evangelio en un esquema ideológico muerto. «Mi programa es no tener programas», dijo Benedicto XVI en su discurso de inicio del pontificado, proponiéndose encontrar una solución inspirada en el Evangelio para los problemas que la Providencia pondría poco a poco en su camino, no redirigir un proyecto abstracto. Para decirlo junto con la Vulgata, sufficit diei malitia sua: es la exhortación de Jesús que conocemos, normalmente, en la traducción: «A cada día le basta con su propio afán». Exhortación que recuerda, a quien quiera seguir el camino indicado por el Evangelio, que la Iglesia no es el imperio soviético, construido sobre una ideología, sobre una utopía humana de la que durante setenta años hemos visto sus desastrosos resultados. La Iglesia no necesita «planes quincenales», no intenta planificar un futuro que sólo Dios conoce, un Dios que muy a menudo desordena, se podría decir con humorística ironía, nuestras programaciones.

El verdadero problema: una fe que se desvanece
Sin embargo, si me es lícito, me permito no un consejo, sino un auspicio: que el nuevo Papa establezca como prioritario un compromiso. Aquel que me resumió, en una entrevista que tuvo mucho eco, Hans Urs von Balthasar, uno de los mayores teólogos del siglo pasado. Me dijo: «Tout d’abord, il faut remettre le christianisme debout», por encima de todo, es necesario poner el cristianismo en pie. Es decir, es necesario, volver a ponerlo derecho sobre la base en la roca de la fe: una fe firme, como fuente originaria y primaria, de la que todo derive. De este modo, continuará con el trabajo de quien deja ahora el pontificado.


En efecto, la herencia más significativa que Benedicto XVI nos deja es la del Año de la fe, que anunció el pasado otoño y que ahora ha confiado a su sucesor. En la misma línea se sitúa la institución —no por casualidad en la fiesta de san Pedro y Pablo, columnas del papado, precisamente porque son columnas de la fe— del nuevo Consejo Pontificio para la Reevangelización de Occidente, querido para «reanunciar el Evangelio en un mundo donde Dios parece eclipsarse», tal y como está escrito en el decreto de erección. Y existe un significado preciso en el hecho de que el neonato e inédito Consejo Pontificio haya sido confiado a un arzobispo como Rino Fisichella, especialista de aquella apologética que, tras el Concilio, se ha querido rebautizar modestamente como «teología fundamental», por tanto en un lenguaje «clericalmente correcto», casi temiendo ofender a alguno al tratar de proponer de nuevo las razones de la verdad cristiana.

El único sujeto de angustia en Joseph Ratzinger —sereno, también en la hora de la renuncia, porque era consciente de que la Iglesia no es de los hombres, y de que también el Papa no es más que «un siervo inútil»—, la única turbación que me pareció advertir al leer largamente sus escritos, además de conocer a la persona, me pareció captarla en la constatación de que es precisamente la fe el mayor Problema de todos. Lo que está en peligro es, por encima de todo, el depositum fidei, es decir, el patrimonio mismo de la Iglesia. Nada puede realmente preocupar al Pastor si tanto en el clero como en los laicos resiste la confianza en la existencia de Dios, en la verdad del Evangelio, en la Iglesia como cuerpo de Cristo. Nada puede seguir en pie, por el contrario, si uno se convence de que la Evolución, la Materia y la Casualidad sutituyen al Creador; de que la Escritura no es más que una antología caótica y pintorestca de literatura semítica mezclada con mitos helenistas; de que la Iglesia es una multinacional de negocios o, por ser benévolos, una Cruz Roja con el hobby añadido de la religión.

Benedicto XVI ha repetido muchas veces,y cada vez con una sospecha de temor y temblor: «La fe corre hoy el riesgo de extinguirse como una llama que no encuentra alimento». Ha denunciado muchas veces la equivocación de tanto activismo clerical, que se fatiga por las consecuencias morales, políticas y sociales que se extraen de la fe, sin interrogarse nunca sobre la verdad y credibilidad de esta misma fe. Algo que hoy no se puede dar en absoluto por descontado, hasta tal punto que una vez le escuché que se le escapaba una constatación consternada: «Hoy, al menos en Europa, quien me sorprende no es el incrédulo, sino el creyente».


Su inteligencia y nomenclatura no le han dado alivio (es más, a menudo más bien le han obstaculizado) en su inquietud. A pesar de la usual delicadeza en el trato, Benedicto XVI ha dado a entender más de una vez que los mayores peligros para la Iglesia corren el riesgo de venir de su interior, y no sólo por pecados del dinero, del arribismo, de la carne. Sabía mejor que nadie (un cuarto de siglo en la Congregación para la Doctrina de la Fe no ha sido en vano) que, como se observaba ya en aquel entonces, mucha teología, quizá impartida en las universidades «católicas», cuando no incluso «pontificias», es traicionera y corre el riesgo de insinuar la duda y de minar las certezas. Sabía que mucha exégesis bíblica disecciona la Escritura como si fuera un texto antiguo cualquiera, aceptando acríticamente un método llamado «histórico-crítico», creado en el siglo XX por estudiosos ateos o por biblistas protestantes secularizados, que ha sido adoptado también por especialistas católicos, pero que más que crítico parece a menudo ideológico. En cualquier caso, como muestra la historia siempre mutable y contradictoria de la exégesis moderna, aquel método no es «científico» en absoluto, por tanto tampoco definitivo, como pretenderían muchos biblistas, que desprecian como retrasados a los colegas que no lo aceptan sino como hipótesis que hay que validar caso por caso.

El suceso mismo sobre el que se funda todo, la Resurección de Jesús en espíritu pero también en el cuerpo, se ha puesto en duda por parte de curas y frailes en la cátedra, que examinan la Escritura olvidando que su lectura se debe hacer ya sea a la luz de la investigación histórica y filológica, como al mismo tiempo de la fe, de la Tradición y del Magisterio. Primero como docente y después como obispo, más adelante como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y después Papa, Joseph Ratzinger ha querido darnos testimonio de que tomar en serio el Evangelio, apostar nuestra vida y nuestra muerte a su autenticidad es todavía posible, no es ingenuidad o retraso cultural. Con sus tres libros sobre la relación que une al Jesús de la historia con el Cristo de la fe, nos ha demostrado que creer que el Nazareno es realmente el Cristo es posible incluso para el especialista más informado, más astuto —como él mismo es— e incluso para la exégesis más actualizada.

Benedicto XVI también sabía bien (y ciertamente también lo sabe su sucesor) que las bases de la ética católica se niegan, en la práctica, por parte de una cierta teología moral y de mucha pastoral. Sabe que, en los seminarios, los pocos jóvenes que sobreviven dependen, más que del director espiritual, de psicólogos y psicoanalistas: y si estos son declaradamente incrédulos, tanto mejor. ¿No es acaso un signo de «iluminada apertura» haberlos convocados a juzgar el destino de los candidatos al sacerdocio? Tal y como me reconoció en una entrevista el Superior General de una antigua y prestigiosa orden: «Sobre todo en América y en el norte de Europa ha bastado sólo que una comunidad decidiera confiar en cualquier psicoanalista sin ningún tipo de perspectiva religiosa, es más, convencido de que la religión no es más que una sexualidad reprimida y desviada, para destruir enteros y florecientes conventos». La ruina ha sido aún mayor quizá en las Casas femeninas donde, no por casualidad, al menos la mitad de las religiosas (a menudo incluso más) ha abandonado en pocos años la vocación, con la convicción de que no era un don de Dios, sino una patología sexual. Si «la llama» de la certeza de que el Jesús de la historia coincide con el Cristo de la fe —y que, por tanto, los Evangelios nos narran lo que sucedió realmente— corre el riesgo de apagarse es porque muchos que deberían no la alimentan.


Por tanto, ha llegado el tiempo de echar leña al fuego, redescubriendo aquel trabajo de investigación sobre la credibilidad de la fe, aquel acuerdo entre el aceptar y el razonar que siempre se ha practicado en la Iglesia, que siempre ha sido considerado indispensable pero que, tras el Concilio, ha sido abandonado. Una vez más, yendo contra la letra y el espíritu de los documentos —tan equilibrados, tan inspirados en el et-et católico— del Vaticano II.

En resumen, es tiempo de redescubrir la apologética (presente ya en el Nuevo Testamento y después central en la obra de todos los grandes Padres de la Iglesia), una apologética que le dé fuego a la antorcha que apagada no tendría sentido. Tanto es así que la misma basílica de San Pedro, el Vaticano entero y sus tesoros, podrían ser entregados a la Unesco para que los gestionara como «patrimonio de la humanidad», como signo y advertencia de una gran mentira. Aquí, para la Iglesia, está todo en juego: y no bastarán los típicos convenios, debates, enfrentamientos con grandes luces a menudo demasiado similares (en su cultura cerrada por el cerco racionalista) a los «ciegos que guían a otros ciegos» de evangélica memoria.

No bastará la habitual «documentación», la inflación de documentos, es decir, que las infinitas oficinas vaticanas con nombres solemnes producen en un continuo flujo, casi para justificar su existencia y que, después de la rueda de prensa de presentación, enriquecen sólo los archivos, dando a entender al católico ordinario que creer es una cosa complicada que exige consultar una montaña de papeles: siempre preocupados, eso sí, porque son conscientes de que el documento actual será pronto superado por otro que está elaborándose. Se necesitarán nuevos apologetas preparados y firmes en mostrar (no con el movimiento de los afectos, sino con datos de hecho y de razón) cómo y por qué el creyente no es un crédulo: simplemente porque el Evangelio es «verdadero». Gente que muestre al mundo y recuerde a los creyentes que le chrétien n´est pas un crétin (el cristiano no es un cretino, N. de la T.). Una apologética, naturalmente, sin desdeños, rasgamiento de vestiduras, agresividad, honesta hasta el escrúpulo, dispuesta a comprender primero hasta el fondo antes de rechazar, que recuerde la advertencia de Pedro, fundador del papado, en la Primera Carta que se le atribuye: «Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a aquellos que os lo pidan». Añadiendo justo después (¡y no debe ser olvidado nunca!): «Todo esto sea hecho con dulzura y respeto, con una recta conciencia».

He aquí, por tanto, nuestro auspicio, con lo que pueda valer, que es para un Papa consciente sobre todo de que la Iglesia no tiene más que un problema: volver a confirmar a los hombres y a sí misma el anuncio asombroso y glorioso («Jesús, muerto y resucitado, es el Mesías esperado por Israel»), el anuncio que un grupo de hebreos hizo resonar hace dos mil años en el Imperio pagano: es reforzar —también con el redescubrimiento de una adecuada «ciencia de la fe»—las razones para creer en ese anuncio. La única, verdadera y preocupante crisis eclesial ha consistido, en estos decenios, en el debilitamiento de la certeza en la Esperanza de vida eterna que el Evangelio anuncia a los hombres, a cada hombre. El Papa Ratzinger, y antes que él el Papa Wojtyla, eran bien conscientes de ello. El deseo es que su sucesor sea igualmente consciente.

Traducción: Sara Martín

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