En casos como los del último mes es donde se manifesta una singular paradoja: a la disminución progresiva, que lleva ocurriendo décadas, del número de practicantes católicos (al menos en Occidente) y de la influencia social, moral y política de la Iglesia romana, parece corresponder un aumento del interés por ella, por sus vicisitudes, por su Pontífice. Al mismo tiempo que los medios de comunicación internacionales, también los nuevos periódicos nacidos en Internet no renuncian a tener un «vaticanista» o, al menos, algún experto no de cuestiones religiosas, sino específicamente católicas. ¿Habrían tenido el éxito que conocemos las novelillas de Dan Brown o de sus infinitos imitadores si no tuvieran como fondo la Iglesia, precisamente la que tiene su centro en El Vaticano? Una Iglesia, por añadidura, no como residuo arqueológico, como pintoresco set histórico, del tipo de la abadía de Umberto Ecco, sino viva, presente, intrigante. Quizá embrollona o incluso asesina: pero, también por ello, peligrosa porque es todavía potente. La imagen, aunque a menudo deformada, de la Catholica et Apostolica fascina o inquieta al imaginario de la humanidad. Y su Jefe, con vestidura blanca, es la única autoridad moral escuchada siempre y en todo lugar: para aceptar o para rechazar, para amar o para detestar.
Parece que la institución eclesial esté haciéndose (o pueda hacerse) minoritaria, incluso allí donde ha sido preponderante durante siglos. Pero es una minoría que, como demuestra el interés provocado por su vida interna, no se ha hecho marginal. La cual entra, sin embargo, en una perspectiva evangélica, segun la cual —palabra del mismo Jesucristo—, el «pequeño rebaño» de los creyentes tiene una misión: la de ser no sólo la masa, sino también sal y levadura del mundo. No se necesita mucho de ambos elementos para hacer fermentar y subir toda la masa.


Para entendernos, en el plano estadístico el «rebaño» no parece aún «pequeño»: los bautizados católicos son hoy cerca de mil doscientos millones, pero proporcionalmente no crecen, más bien tienen a disminuir, visto que en 1910 eran el 17% de los habitantes de la tierra, y cien años después eran el 16%. Como número total (quiero decir los católicos, no los cristianos en su conjunto) han sido superados por los musulmanes, pero si se suman conjuntamente todas las confesiones de estos últimos: sunnitas, chiítas, y muchos otros grupos menores. El granito unido de los islámicos del que hablan con soltura tantos publicistas es sólo uno de muchos mitos: es más, en el mundo musulmán los odios son más implacables y sanguinarios que los que oponían a los cristianos en Europa cinco siglos antes. Lo mismo que sucedió, por desgracia, entre las confesiones cristianas del siglo XVI, la aversión recíproca de los seguidores de las diversas lecturas del Corán supera con creces a aquella que alimentan contra los fieles de la Biblia. Como siempre, las peores guerras son las civiles y, aún más, las de familia.


Como confirma la estabilidad, es más, el regreso de los números, parece agotado el gran esfuerzo misionero del siglo XIX y XX que dobló el número de fieles a Roma, tanto en cifras absolutas como en porcentaje, y le dio auténtica realidad al término «católico». En efecto, la Iglesia, cuyo centro es el antiguo Mons Vaticanus (de vaticinium —oráculo, profecía— segun los insospechados autores precristianos, casi un presagio sobre el destino de aquel lugar donde Pedro sería martirizado y sus sucesores se establecerían), la Iglesia es aún, sin parangón, la fe más global. Mucho más que el islamismo que, señalábamos, la ha superado recientemente en cifras numéricas pero que, a pesar de la inmigración en masa a Occidente, permanece confinada en la zona en torno a los trópicos, desde Marruecos hasta Pakistán. Cada vez que, como conquistador, ha intentado salir de esa parte, antes o después ha sido rechazado: por España, por Sicilia, por Grecia, por los Balcanes.

Por el contrario, los católicos están distribuidos por todo el mundo: el 39% en América Latina y el Caribe, el 24% en Europa, el 16% en África, el 12% en Asia y Australia, el 8% en el Norte de América, el 1% en el Medio Oriento. Respecto a estos mil doscientos millones: se entiende que hablamos de bautizados, los únicos que pueden ser detectables estadísticamente. Como advierten las Escrituras, Dios sólo «lee en los corazones y en los pensamientos»: Él es el único que puede vislumbrar, in interiore hominis, la fe de Sus criaturas. Debidamente precisado esto, queda el hecho de que cada uno puede constatar cada día qué relación existe (o incluso no exista) entre su pertenencia formal a la Iglesia y la coherencia concreta, en la vida cotidiana, con aquel sacramento impartido a los neonatos. Bautizado, es superfluo recordarlo, no significa creyente ni tampoco practicante.


En todo caso, sonaría burlón el adjetivo «catolicísimo», si se quisiera aún atribuir, por ejemplo, a la Península Ibérica, a Irlanda, a Baviera, a Austria, a Québec, la parte francófona de Canadá, donde las familias competían por tener más hijos y consideraban un deshonor si ninguno de ellos se hacía sacerdote, religiosa o, al menos, laico consagrado. Dentro de poco, parece que el adjetivo superlativo no será ni siquiera adecuado ni siquiera para Polonia, que está recuperando a pasos agigantados el «retraso» hacia el laicismo liberal.

Alemania, después de muchos siglos, ha dado un Pontífice al catolicismo, pero una parte significativa de los alemanes —incluso entre los no protestantes—no se ha mostrado orgullosa en absoluto, a pesar del título del Bild en su portada, sorprendida por la elección, Wir sind Papst, nosotros somos el Papa. Es más, precisamente de su propia patria le han llegado al ya arzobispo de Mónaco los ataques más insidiosos. A quien conozca tanto el pasado como el presente de Alemania, le parecerá increíble que la minoría católica, en tiempos de Pío IX y de León XIII haya tenido la fuerza, el coraje y la tenacidad de doblegar incluso al «Canciller de Hierro» en la que aquel implacable estudioso de la Razón de Estado llamó Kulturkampf, lucha per la civilización. El catolicismo, para Bismarck, era incivil, era la obediencia a un poder extraño al omnipotente Estado de inspiración hegeliana, y por tanto no era tolerable. Pero, al final, fue él quien tuvo que llegar a acuerdos, frente a la fidelidad inflexible a Roma de los obispos y del pueblo, desde los intelictuales y la Universidad hasta los obreros y los campesinos.

Ahora, allí al Norte, de no pocas iglesias en Alemania se han hecho multisalas de cine, estudios de arquitectura, salas de juego o, en algunos casos, sex-shops. La misma suerte —o incluso peor— han tenido buena parte de las iglesais de Holanda, hace años mitad católica y famosa por su fervorosa evoción. ¿Y dónde queda Francia? No hablemos de Vandea, donde un pueblo entero prefirió hacerse exterminar, con el Sagrado Corazón cosido al pecho, por las «columnas infernales» de los Jacobinos enviados por París, antes de renunciar a su religión y a sus sacerdotes; no hablemos de la resistencia a la persecución masónica durante aquella que, a pesar de ser llamada Belle Époque, para los creyentes no lo fue en absoluto; pero ¿dónde queda, un poco más cerca en el tiempo, la Francia de los años treinta a los años cincuenta del pasado siglo, cuando la literatura más prestigiosa era la de los católicos por tradición o por conversión? ¿Y dónde queda Austria, donde ahora el clero proclama la revolución contra Roma, donde muchos párrocos viven abiertamente en concubinato como protesta contra el celibato obligatorio, pero donde el retiro de los ocupantes soviéticos fue obtenido sólo en 1955, después de diez años de una Cruzada del Rosario, proclamada por el presidente mismo de la República, y que vio a las masas arrodilladas, con el rosario en la mano, en las plazas de Viena y de todas las demas ciudades y pueblos?


Fui a España por primera vez al comienzo de los años setenta, y mientras en toda Europa se enloquecía por el espíritu iconoclasta del sesentayocho, descubrí que la radio nacional concluía sus transmisiones por la noche con un solemne Laudetur Jesus Christus, seguido por el canto del Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat, por tanto al mismo tiempo que la Radio Vaticana.

Todavía en los años sesenta del pasado siglo, Bélgica, donde la secularización actual va al mismo ritmo que la de su vecina Holanda, era el país que, en proporción a su población, enviaba más peregrinos a Lourdes, en grandes expediciones guiadas por los obispos, con decenas de «trenes blancos» preparados especialmente para el transporte de personas enfermas.


Precisamente en los Países Bajos, lugar de las iglesias transformadas en locales eróticos, existe un gigantesco almacén que es una especie de signo concreto (es cruel para un creyente, visitar esta enorme página web) de la débâcle católica, non sólo en la Europa nórdica, sino en todo el continente, o casi. Aquellos cobertizos son un amasijo (malvendido a precios ridículos, vista la exigüidad de la demanda) del contenido de lugares de culto abandonados o transformados para usos del todo profanos.

Es un trágico cúmulo de estatuas, de cuadros edificantes, de Vía Crucis, de tabernáculos, de campanas o campanillas, de fuentes bautismales, de altares enteros, de custodias, de candelabros, de confesionarios, de reclinatorios, de vidrieras, de muebles de sacristía, de vestimentas litúrgicas. A los improbables compradores se les ofrece incluso las veneradas reliquias de santos, encerradas en artísticas cornisas. En resumen, un vertedero para todo aquello que fue «católico», donde los clientes parecen ser escenógrafos cinematográficos o teatrales, o excéntricos interioristas en búsqueda de la pieza perfecta para alguna blasfema decoración de bares, discotecas, garçonnières. Parece que las piezas más buscadas sean los confesionarios, mejor de estilo barroco: ideales, dicen, para adaptarlas al mueble-bar. No es casualidad que quien ha tenido la idea de este depósito —probablemente un sacerdote que ha renunciado, uno más de los tantísimos del éxodo postconciliar, comparable sólo con aquel del siglo XVI, después de la reforma luterana y calvinista— haya elegido un nombre latino para su tienda: Fluminalis. Como un río, es decir, que se lleva los escombros del catolicismo. Aunque cabe preguntarse si se trata realmente del fin del o de un catolicismo; del adiós a una fe de la historia, o sólo del agotamiento de un modo de devoción vinculado a un tiempo que ya ha terminado. Hay muchísima diferencia —intentaremos señalarlas aquí más adelante— entre cristianismo y cristiandad.


Pero, realmente, ¿qué Iglesia es ésta que, durante ocho años Benedicto XVI ha presidido y bajo cuyo peso, unido al de la edad, ha cedido finalmente? ¿Qué es, hoy esta Iglesia católica, apostólica, romana, que tendrá que «guiar» (el verbo parece un poco pretencioso, al menos en lo que respecta a ciertas regiones del mundo) aquel que ha salido del Cónclave en marzo? Veo en un diccionario de italiano la definición de la expresión «estar como un papa»: «llevar una vida cómoda, acaudalada y tranquila». Como ejemplo, se ofrece uno extraído de Vicenzo Monti: «Se estaba como papas». Sobre lo de acaudalada no me pronuncio, expreso sólo dudas bastante fuertes sobre lo de cómoda y, sobre todo, sobre lo de tranquila. Hoy, de manera particular. Pero, conociendo la historia entera del papado, creo que este dicho popular siempre ha sido mentiroso.

La conciencia de ser nada menos que (como dice no un apelativo devoto, sino el propio Derecho Canónico) Vicarius Christi, por tanto representante en la tierra del Hijo de Dios encarnado, es aplastante para un hombre de fe, incluso aunque deba ser mitigada por otra conciencia: la de que el Dueño de la Mies y de la Viña, por usar términos evangélicos, sabrá asistir y guiar a su pobre siervo. En todo caso, es gravosa como ninguna esta soledad radical, el ser consciente de encontrarse en una condición única, sin comparación con ninguna otra, vínculo de unión entre la Historia y el Eterno. Incluso el apacible Juan XXIII se soltó y dijo una confidencia: «Cuando era Patriarca de Venecia, aunque tenía problemas graves para mi diócesis, me dormía tranquilo y me tranquilizaba con un: ´En cuanto pueda lo hablaré con el Papa y el me dirá qué hacer y cómo hacerlo´. Ahora espontáneamente lo pienso también, pero me doy cuenta rápidamente de que el Papa soy yo, que mi diócesis es el mundo entero, que ya no tengo ningún Superior en la tierra. Y, por tanto, no me queda más que la oración para obtener iluminación, sin que ningún hombre pueda decidir por mí».


Sobre la Iglesia que el nuevo Pontífice va a encontrar (y que, de todos modos, no le permitirá, podemos asegurarlo, llevar «una vida de papa») nos limitaremos, como es obvio, sólo a realizar algún apunte, algún trazo de la situación objetiva: otra cosa bien distinta sería necesaria para realizar un cuadro completo. Un cuadro que —quede claro—, no cuenta solamente con puntos de crisis que aquí señalaremos, sino que también presenta no pocos aspectos positivos, lugares de resistencia, sólidas renovaciones, fundados motivos de esperanza. La doble naturaleza, al mismo tiempo humana y divina de la Iglesia (a imagen de su Señor: Dios y hombre; crucificado y resucitado) provoca siempre que, a lo largo de los siglos, haya aparecido sufriente, cuando no agonizante; y quizá siempre, al mismo tiempo, llena de vida, aunque a veces sólo visto con ojos de la fe. Una energía vital capaz de manifestarse y de reanimarla incluso en el fondo de las peores crisis. Jamás —es un hecho objetivo, no una pretensión apologética—, ni siquiera en los siglos más oscuros, jamás esta Iglesia ha dejado de ser madre de santos, nunca le han faltado, a pesar de todo, hombres y mujeres que han hecho del Evangelio carne y sangre de su vida. Alejandro VI, el Papa Rodrigo Borgia, es contemporáneo del más penitente y austero de todos los santos, Francesco da Paola, que fue apreciado por aquel Pontífice, símbolo de la mayor decadencia eclesial, y que aprobó su durísima Regla. Mientras la revolución luterana incendiaba Europa y León X no quería distraerse de los placeres, las cacerías y de las guerras, perdiendo tiempo con la que el llamaba con desprecio «la típica disputa entre frailes», Ignacio de Loyola iniciaba su camino y meditaba sobre fundar una Compañía de apóstoles, obedientes como soldados, tropas especiales lanzadas a la conquista del mundo en el nombre de la Iglesia. Tempestades que parecían señalar el final, como aquellas que siguieron a la Reforma o a la Revolución Francesa, la era napoleónica, la ocupación italiana de Roma, fueron superadas con un rápido movimiento, del todo imprevisto, que transformó en expansión y en un nuevo florecimiento la perspectiva de extinción.


Por cierto, hoy, tal y como hemos visto, todos los indicadores señalan una crisis, al menos numérica, pero al mismo tiempo indican un refuerzo fuerte y constante de la afluencia a los santuarios, sobre todo los dedicados a la Virgen. Pero no sólo marianos: basta pensar solamente a san Giovanni Rotondo, donde el padre Pío convoca a una masa mundial (que no conoce de clases sociales) siempre creciente. A menudo, el vecino de casa o el colega del trabajo que no se ven desde hace años en la misa parroquial se encuentran en estos lugares donde lo Sagrado parece concentrarse. ¿Parece atrincherarse hoy en día, como preparando una posible salida, la extraordinaria red de miles de santuarios en el mundo entero, casi como un campo atrincherado en el que esperar tiempos mejores? Una pregunta que sólo puede responder Aquel que, como le gustaba decir al Papa Ratzinger, es el Dueño de la viña que es la Iglesia.

En cualquier caso, el estudioso serio, incluso el más laico, sabe que tiene que protegerse de la imprudencia de aquel funcionario revolucionario que, el 29 de agosto de 1799, registró la muerte de Pío VI, prisionero de la República Francesa en la fortaleza de Valence, mientras se le arrastraba con cadenas hacia París. El incauto escribió sobre el certificado de defunción: «Ha muerto aquí, hoy, el detenido por el gobierno republicano Gian angelo Braschi, italiano, de 82 años, de profesión papa, nombre artístico Pío». Pero quiso añadir verbalmente, de modo burlón como buen citoyen (ciudadano, en francés en el original, N. de la T.) volterriano: «Pío Sexto, pero también el último». En marzo del año siguiente, no en la Roma ocupada y sometida a la descristianización forzada, sino en la Venecia austríaca, fue elegido Pío VII, que asistió no sólo al fin de la Revolución, sino también al de la meteórica revolución napoleónica, y vio la restauración católica de los Borbones. Y la madre y los hermanos del ex Emperador deportados a una isla remota, rechazados por todas las potencias vencedoras, amenazados con sufrir la suerte reservada al Jefe de la efímera revolución, sólo fueron acogidos en Roma paternalmente, ayudados, protegidos por el mismo que había sido durante años prisionero de Bonaparte. Pío VII envió a su carcelero un sacerdote corso para que lo consolase en su lengua materna y le transmitiese el perdón completo y su bendición apostólica.


El historiador no aficionado y no incauto sabe que es necesaria mucha prudencia para juzgar la institución más antigua, vasta y abigarrada de la Historia. Y también la más enigmática porque (según su fe), pertenece a la historia y al mismo tiempo la supera: su insitución humana, su involucración terrena —la Iglesia militante— está en la tierra, pero su Fundador y Guía está en el Cielo, donde brilla esplendorosamente la Iglesia triunfante. Estaba ya entre nosotros cuando el Imperio romano estaba en su apogeo, sus visicitudes han recorrido los océanos tempestuosos de veinte siglos, han visto surgir y morir todos los reinos y desvanecerse a todos los potentes y, a pesar de todo, ha llegado a nosotros; ahora, como muchas otras veces, parece débil, y sin embargo no tiene intención alguna de despedirse del mundo y decepcionará, como siempre, a los que esperan una implosión que la disgregue, al estilo del último imperio que la había desafiado, el soviético. Su pueblo y sus pastores —cardenales y obispos— pertenecen a todas las estirpes y todas las culturas, como no sucede en ninguna otra parte ni lugar.
Último Estado teocrático, última Monarquía verdaderamente absoluta: su Pontífice, dice el derecho que le es propio, tiene una potestas suprema, plena, immediata et universalis sobre la Iglesia, y contra sus decisiones non datur appellatio nec recursus. Pero es, al mismo tiempo, el lugar más democrático: todo seminarista, por pobre y oscuro que sea, sabe que tendrá en su alforja de sacerdote una posibilidad de ser papa, o al menos cardenal u obispo. El más oscuro de los bautizados tiene —en el interior de los muros eclesiales— los derechos y los deberes del más rico o potente de la tierra entera: aquí realmente «la ley es igual para todos», porque todos, sin excepción, están llamados a respetar, como base de la que todo deriva, el Decálogo dado a Moisés y el Sermón de la Montaña de Jesús. En la óptica que sólo aquí vale, la desventaja según el mundo tiene aquí una posición privilegiada. La última entre los últimos, aquella Bernadette ignorante, enferma, miserable sobre la que estaba escribiendo aquella mañana de la renuncia papal, tendrá la gloria de los altares, retratos venerados en todo el mundo, una estatua de mármol en la nave misma de San Pedro, peregrinaciones ininterrumpidas a su tumba de Nevers.

Por tanto, que quede claro: las sombras que aquí señalamos con honesto realismo, conviven con amplios espacios por los que se filtra la luz. No olvidemos lo que el mismo Benedicto XVI nos ha recordado, también con su renuncia al pontificado: sólo quien no comprenda que la Iglesia no es nuestra, sino de Cristo, puede preocuparse por ella, por su futuro. A los fieles, el Papa incluido, no se les pide más que realizar, cada uno en su lugar, el propio deber: el resto no es asunto de los hombres. A diferencia de lo que sucede en las instituciones sólo humanas, a aquellos que, con el bautismo, han entrado a formar parte de ella, se les pedirá cuenta de su esfuerzo, no de los resultados. La barca, en cualquier caso, llegará al puerto del fin de la Historia, aunque no sea como un galeón con velas desplegadas y grandes banderas ondeantes, sino reducida a una miserable balsa cargada sólo de pobre gente. Jesús predijo a Pedro que «las puertas del infierno no prevalecerán» jamás sobre la comunidad que le confiaba, pero también le dio a entender que la suerte terrena habría sido para Él precisamente la de la cruz.

(Continuará)

Traducción: Sara Martín

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