Esta época tiene duro el corazón y sensibles las tripas, decía Bernanos, y el tiempo transcurrido no ha hecho sino confirmar su intuición o su profecía; lo que vale tanto como decir que nuestro combatiente católico, con sus palabras atronadoras, no ha sabido invertir la tendencia de un tiempo donde en todas partes hay víctimas y verdugos, pero donde no se ven por ningún lado ni el perdón ni la redención. Siendo más precisos: verdugos hay en todas partes, pero su rostro es principalmente el del hombre blanco. Y como en toda muerte sacrificial -si seguimos a René Girard y otros autores-, la multitud desea la muerte del culpable al mismo tiempo que anhela parecerse a él.

Tampoco sorprende que el hombre blanco (heterosexual, cisgénero, católico y blablablá) constituya a la vez el repelente y el modelo inconsciente de nuestros nuevos amos. Porque, ¿qué características se le han tomado prestadas a este canalla? El poder y la dominación, la sujeción y la organización del mundo, la independencia y la violencia: falsos valores que el hombre moderno eleva a las nubes y de los que le gustaría apropiarse. No se da cuenta, por supuesto, de que haría de ellos un uso igual de malo o peor. Cree que todo aquello contra lo cual la sabiduría natural, y sobre todo el cristianismo, lucharon durante tanto tiempo; todas esas tendencias habituales que deben ser menguadas o colocadas en su debido lugar y sustituidas por la humildad, el amor al prójimo, la gratuidad y el don, la fraternidad y la igualdad en el mejor sentido de esos términos; todo lo que él considera cualidades de las que debería apoderarse  y apropiarse... lejos de elevarle, cavarán su tumba.

En efecto, ¿cómo no ver que las nuevas formas que han adoptado las “luchas” del feminismo, o por la “causa negra”, o contra “la islamofobia”, o incluso a favor de los homosexuales y de todos “los géneros” que se reinventan sin cesar, no promueven en absoluto el respeto a las minorías o a los antiguos dominados, sino una nueva conquista en la cual al chivo expiatorio se le hará pagar eternamente el mal -generalmente supuesto- que sus antepasados hayan cometido?

Así, del cristianismo solo se ha conservado la idea (gran idea: nada hay semejante) de que la víctima es digna de adoración y de que la razón de ser de una sociedad es protegerla. Pero mientras el cristiano sabe que, aunque ahí se juega su salvación, es en el interior de sí mismo donde se libra el combate inédito y perpetuo entre el verdugo y la víctima, el moderno, sin embargo, que aún no ha entendido nada, cree que hay verdugos por esencia y víctimas por naturaleza. Este engaño del diablo es lo peor: convierte la cruz de Cristo, un instrumento de liberación, en un nuevo instrumento de tortura. Y no es que el moderno lo haga por crueldad: no, él se cree bueno mientras disfraza a su nueva víctima con los ropajes del antiguo verdugo.

¿Se puede salir de este infierno terrenal? Sí, pero solamente a riesgo de la fe, solamente acompañando a Cristo en su camino estrecho, y haciéndolo real y sinceramente. A todos esos maestrillos que se sienten satisfechos proclamando la tradición cristiana de Occidente o de Francia y adhiriéndose superficialmente a ella, se les escapa lo principal, que es Jesús, el hombre-Dios. Que la iglesia esté en el centro del pueblo y suenen sus campanas no nos servirá de nada si no vive en ella precisamente Quien no la necesita, pues la verdadera iglesia, la Iglesia, es su cuerpo torturado, muerto y resucitado. Una vez más, las principales víctimas son nuestras almas, torturadas por nosotros mismos cuando nos olvidamos de todo esto.

Que esta Pascua nos salve.

Publicado en La Nef.

Traducción de Carmelo López-Arias.