Dentro de la gran conmoción que supone leer las páginas del segundo volumen del Jesús de Nazaret de Benedicto XVI, hay un momento excepcional por su dramatismo e intensidad, que condensa la experiencia íntima de Jesús frente a su misión. Se trata de la oración en el Huerto de los Olivos. Escribe el Papa: "Jesús ha experimentado aquí la última soledad, toda la tribulación del ser hombre. Aquí el abismo del pecado y del mal le ha llegado hasta el fondo del alma. Aquí se estremeció ante la muerte inminente. Aquí le besó el traidor. Aquí todos los discípulos lo abandonaron. Aquí Él ha luchado también por mí". La descripción es tan cálida y desnuda, que ni por un momento he dudado de que Joseph Ratzinger pensara, precisamente, en sí mismo. 
 
En ese momento de angustia entran en juego todos los elementos que nos permiten entender quién es verdaderamente este Jesús. El autor habla del "estremecimiento" de quien es la Vida misma frente al poder destructor del mal, de todo cuanto se opone a Dios. No es una reflexión sobre el mal, sino la conciencia de que debe tomar sobre sí mismo ese peso inaudito, lo que mueve al hombre Jesús a pedir que "si es posible, pase de mí este cáliz". Pero inmediatamente surge también la conciencia del Hijo, la conciencia de la misión para la que ha venido: "glorifica tu nombre, que se haga tu voluntad". Ahí está toda la paradoja: que la ignominia de la cruz se convierte en la glorificación del nombre de Dios.

Si hay una estrofa en este magno poema en prosa salido de la mano del Papa teólogo, es que "el Jesús de los Evangelios viene bajo el signo de la cruz". Jesús no viene con la espada del revolucionario, ni con la sabiduría de un maestro de filosofía, a fin de cuentas impotente para salvar al hombre. Viene con el don de la curación, viene a derrotar el poder del pecado y de la muerte, viene para hacer reconocible el rostro de Dios en medio de la historia. Su pasión y su resurrección serán la única señal que legitime su pretensión de ser el Hijo, el Redentor del mundo.

Frente a este método desconcertante de Dios, unos y otros se descomponen. De hecho el libro nos muestra una sucesión de encuentros dramáticos entre la conciencia que Jesús tiene de su propia misión y el esquema que otros pretenden imponerle. Y así se comprende la irritada impaciencia de Judas, que le lleva a romper su amistad con Jesús y a convertirse en esclavo de otros poderes. Y lo mismo ocurre con la ceguera aparentemente ortodoxa de Caifás, y con relativismo bondadoso de Pilatos. Pero también sucedió entre los suyos. Es el escándalo de Pedro: "lejos de ti lavarme los pies, lejos de ti morir en la cruz, tu abajamiento y tu humildad son inadmisibles". Pedro necesitará una amarga pedagogía para entender que el Mesías sólo puede entrar en su gloria a través del sufrimiento. Lo entenderá cuando compruebe lo poco que alcanza su heroísmo de opereta tras negar al Maestro tres veces. Sólo en el seguimiento humilde del Crucificado, él podrá vencer también, mucho más tarde. Es algo que la Iglesia de todos los tiempos tiene que volver a aprender siempre a través del dolor: que la Salvación no llega a través de un poder exterior sino que se ofrece, inerme, a la libertad de los hombres.
 Pero si las páginas dedicadas a la pasión y la muerte en cruz alcanzan una belleza y una  profundidad únicas, el capítulo de la resurrección deslumbra por la pedagogía de Joseph Ratzinger, por su capacidad de hacer brillar los versículos del Evangelio ante la razón del hombre contemporáneo. Es el capítulo decisivo porque "la fe cristiana se mantiene o cae con la verdad de los testimonios sobre el Resucitado. Para explicar de qué se trata, Ratzinger habla de "una mutación decisiva", de un "salto cualitativo": un romper las cadenas para entrar en una nueva dimensión de la existencia, un tipo de vida totalmente nuevo que ya no está sujeto a la ley del devenir y de la muerte. Aquel Jesús que se aparece a los suyos no es un cadáver reanimado sino alguien que vive desde Dios de un modo completamente nuevo. Después de hacer las cuentas con todos los desafíos de la crítica lingüística e histórica, su conclusión es que este testimonio es creíble. La propia ciencia no puede cerrar las puertas a la posibilidad de algo nuevo, inesperado... porque la creación, en el fondo, está esperando una mutación definitiva, una superación de todos los límites, una plenitud y una armonía secretamente esperadas.

Ahora que ha hecho surgir ante nuestros ojos con toda su fuerza de persuasión la figura de Jesús que transmiten los Evangelios, y después de haberse batido con todas las falsas imágenes construidas a retazos por una exégesis cada día más incapaz de escuchar la totalidad de esta historia, Joseph Ratzinger, el hombre, el científico, el creyente, parece hablarnos al corazón: "¿no emana tal vez de Jesús un rayo de luz que crece a lo largo de los siglos, un rayo que no podía venir de ningún simple ser humano...? El Anuncio de los Apóstoles ¿podría haber encontrado la fe y edificado una comunidad universal si no hubiese actuado en él la fuerza de la verdad? Si escuchamos con el corazón atento y nos abrimos a los signos que el Señor nos da, entonces lo sabemos: Él es el Viviente".

Así se abre al tiempo de la Iglesia. Al final de esta gran obra el Papa contempla las tribulaciones del presente que agitan la barca que le ha tocado conducir como sucesor de Pedro, y confiesa que "tenemos con frecuencia la sensación de que está para hundirse". Sin embargo el Señor ha vencido y viene siempre de nuevo, en el momento oportuno. Es el tiempo de la vigilancia, de un vivir nuevo que es a la vez don y tarea. El don que nos llega a través de la Palabra, de los sacramentos y del testimonio de los santos; y la tarea de intentar hacer lo que es justo en cada circunstancia, y de llevar el testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.

Y cuando nuestro corazón está confuso y vacila en medio de la oscuridad de la historia y de la aparente prepotencia del mal, Jesús viene a través de nuevos e inesperados testigos, capaces de iluminar toda una época. Testigos que nos levantan del polvo y nos quitan las telarañas de los ojos para seguir el camino. Uno de ellos lo es, sin ninguna duda, Benedicto XVI.

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