El 28 de febrero comienza la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española centrada en la renovación trienal de cargos. Una Asamblea importante porque está en la mente de todos que comienza a delinearse un nuevo ciclo, tanto social como eclesial. Y los resultados de estas elecciones podrían permitir ver al trasluz al menos parte del dibujo, por lo que al episcopado español se refiere.

El primer asunto que centra la atención es lógicamente la presidencia. La impresión más extendida es que el cardenal Rouco renovará su mandato, aun a sabiendas de que en agosto cumple los 75 años. El motivo no es la inercia ni el ansia de poder (que dicen algunos), ni la conveniencia de una especie de premio anticipado por el gran evento de la JMJ. La razón es que para la mayoría de los obispos Antonio Mª Rouco sigue encarnando el liderazgo real de la Iglesia en España (entendido ese liderazgo con todas las matizaciones del caso), un hecho que va ligado a la necesidad de dejar que madure una nueva figura, que ahora ya no podrá demorarse más de tres años, como mucho.

Si el cardenal de Madrid es reelegido, abarcaría un largo periodo de la reciente historia de la Iglesia en España: desde 1999 hasta quizás los primeros meses de 2014, con el intervalo de la presidencia de Ricardo Blázquez (2005-2008) en el que Rouco no dejó de ser un referente fundamental. Mucho tiempo y mucha brega, con circunstancias cambiantes, el drama del terrorismo, la acometida del laicismo y el desvelarse ya sin dudas de una tremenda pérdida de sustancia cristiana de la sociedad española. La verdad es que tras la figura del cardenal Tarancón, llamada a pilotar el delicado paso de la Transición, no hemos tenido otra figura episcopal de semejante relevancia en la España contemporánea.

Evidentemente no es momento para cerrar un balance final, pero ya que la polémica está en los mentideros sí cabe un vistazo a esta trayectoria. En primer lugar Rouco activó un cambio fundamental en el modo de afrontar el cáncer del terrorismo etarra, una cuestión que lastraba la presencia y misión de la Iglesia a finales de los 90 y que provocó algunos de los episodios más amargos para el episcopado español en su reciente historia. El documento "Valoración moral de terrorismo en España", de 2002, supone un hito fundamental, y difícilmente habría visto la luz sin el liderazgo de Rouco. En 2004, con la inesperada victoria de Zapatero se abre un nuevo escenario. Por primera vez desde la Transición la Iglesia afrontaba un programa explícitamente laicista, dirigido a quebrar grandes consensos morales y a asfixiar la relevancia histórica del catolicismo. Frente a lo que dicen algunos, Rouco ha jugado aquí un papel de serenidad y equilibrio. Ha visto la profundidad del desafío y ha sostenido las iniciativas de resistencia de la sociedad civil, ha mantenido un discurso público fuerte pero sin quebrar los puentes. Sobre todo ha comprendido que el verdadero reto es la nueva evangelización y la generación de un tejido vivo de comunidades bien arraigadas en la fe. Síntesis de todo esto es el importante documento "Orientaciones morales ante la situación actual de España" de 2006. Otra preocupación nuclear ha sido la secularización interna, especialmente en el campo de la teología (que incide directamente sobre la formación de los sacerdotes, sobre las publicaciones y sobre la escuela católica). El documento "Teología y secularización en España a los 40 años del Vaticano II" es un diagnóstico valiente sobre este punto, tan valiente que no han faltado resistencias y reticencias. De nuevo el liderazgo de Rouco ha sido clave para llevarlo adelante.            

Es cierto que para los próximos tres años se atisba un cambio político en medio de la grave crisis económica y social. La salida del zapaterismo suavizará algunas tensiones, pero aflorará descarnado el problema de fondo: una sociedad que en amplias franjas ha cortado sus vínculos con la fe católica (lo cual se refleja elocuentemente en el modo de vivir, en una evidente falta de esperanza), una clase intelectual que cultiva un laicismo agresivo y prepotente, y una Iglesia que intenta aprender cómo vivir y realizar su misión en este contexto, todavía más presta y hábil para defenderse que para construir de manera estable y para incidir en una cultura nihilista aparentemente impermeable, con tremendas consecuencias en especial para los jóvenes. Por otra parte Benedicto XVI nos ha planteado un reto apasionante: que España sea una pieza clave en el diálogo de la fe con el pensamiento laico, que sea la cuna de una "nueva modernidad" para la Iglesia en este siglo XXI, que superemos "la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza".

Desde luego la "nueva" misión no responderá a un proyecto diseñado en un despacho, será fruto de una comunión de presencias, nacerá de la vitalidad de las comunidades cristianas y del arrojo creativo de sus testigos. Pero todo este esfuerzo debe ser estimulado, cuidado y promovido, y es lógico preguntarse qué figura aparecerá en la constelación episcopal para dar cohesión, coordinación y relevancia pública a una tarea que es de todos los miembros del cuerpo eclesial. Parece claro que esa figura ha de cuajar en el próximo trienio y que algunas de las elecciones que ahora se realicen pueden indicar el camino. ¿Un perfil ideal?: se busca alguien bien arraigado en la fe y con astucia para bandearse con los poderes del mundo, capaz de establecer un diálogo abierto y exigente con la cultura laica, que comprenda los movimientos acelerados de la historia, disponible para el ajetreo mediático, un testigo que haga sentir la fe como algo pertinente a las angustias de este momento... Casi nada.

Un indicio podría proceder de la vicepresidencia, aunque también es posible que aquí jueguen otros factores. Desde luego será decisiva la composición del Comité Ejecutivo, del que forzosamente habrán de salir Osoro (Valencia) y el cardenal Martínez Sistach (Barcelona), salvo que uno de ellos fuese elegido vicepresidente. Parece claro que en este órgano seguirán Asenjo (Sevilla) y Del Río (Castrense), pero caben muchas preguntas: ¿continuará Ricardo Blázquez después de seis años como presidente y vicepresidente?; ¿entrarán nuevos arzobispos como Sanz Montes y Rodríguez Plaza?; ¿será llamado alguno de los "jóvenes" (Munilla, Iceta, Saiz Meneses...) que están dando un rostro nuevo al episcopado español? En todo caso aquí no se trata de negocios mundanos, sino del bien del pueblo y de la eficacia de la misión. Y para eso hace falta discernir, valorar y también elegir.

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