Era en 1754, y María Menseses de Quiñones, descendiente de caciques indígenas, se dirigía a su casa por el cañón del río Guaítara, en lo que es hoy Colombia, cerca de la frontera con Ecuador. Estalló una tormenta tan violenta que María se refugió en una cueva y, aterrorizada, comenzó a rezar a Nuestra Señora del Rosario, cuya devoción extendían por la zona en aquellos tiempos los frailes dominicos. Sintió que alguien le tocaba la espalda, pero al volverse no vio a nadie, y huyó, presa del pánico.

Pocos días después pasó por el mismo lugar con su hija Rosa, que era sordomuda, colgada a la espalda. Cuál no sería su sorpresa cuando, al detenerse en la misma cueva, Rosa se bajó y comenzó a subir por el monte, hablando por primera vez en su vida: «¡Mamá, mira! Aquí hay una señora blanca con un niño en brazos.» Pero María no vio, tampoco esta vez, a nadie, y cogiendo a la niña volvió a irse de prisa, llena de miedo al escuchar la voz de su hija, desconocida para ella hasta entonces, en tan extrañas circunstancias.

Nadie la creyó cuando lo contó a amigos y familiares, pero en una tercera vez que pasó por el lugar, Rosa volvió a dejarse oír: «¡Mamá, la señora me está llamando!» María seguía sin ver nada, pero la insistencia en el relato hizo que se extendiese la fama del lugar, muy transitado, por toda la comarca.

Pasado un tiempo, Rosa desapareció y nadie la encontraba. Hasta que su madre intuyó lo que podía estar pasando, y fue a la cueva, donde, esta vez sí, pudo ver a la señora blanca, que jugaba con ternura con su niño y prodigaba también su ternura con Rosa. Madre e hija guardaron el secreto de la aparición de la Virgen, temiendo que aún les creyeran menos ahora que la habían visto. Iban con frecuencia a la cueva y la decoraban con flores y regalos.

Pero pronto Rosa cayó enferma y murió. María, llena de dolor, llevó el cuerpo a la cueva y rogó a la Virgen que se la volviera a la vida. Y entonces se obró el segundo milagro sobre Rosa, y la niña resucitó.

Cuando ambas volvieron al pueblo, esta vez ya nadie dudó de que en aquella cueva sucedían cosas extraordinarias. Todos los habitantes de Ipiales acudieron al lugar, donde pudieron ver cómo despedía una luz maravillosa, y quedaba como memoria de lo sucedido una imagen milagrosamente fabricada en piedra, que todavía se venera.



Éste es el origen del Santuario de Nuestra Señora de las Lajas, que figura entre las siete maravillas de Colombia y fue declarada en 2006 bien de interés cultural nacional. El Jueves Santo es uno de los tres días, junto al 16 de septiembre (fiesta patronal oficial) y el fin de año, en que se concentran allí los peregrinos de la zona, y todos quienes acuden, por razones religiosas y turísticas, a contemplar un paraje y una construcción impresionantes.

De estilo neogótico, mide más de cien metros desde la base, sobre el lecho del río, hasta la torre, y está unida al otro lado del valle por un puente de cincuentas metros. En el enclave se construyó el templo varias veces. La primera piedra del actual se puso en 1916, en una delicada obra de ingeniería concluida en 1949.

En 1954 la Santa Sede concedió al Santuario de Nuestra Señora de las Lajas (que había sido entronizada canónicamente tres años antes) la condición de basílica. La construcción, que interiormente consta de tres naves con bóveda de crucería y vidrieras de gran valor artístico, además de la imagen venerada de la Virgen del Rosario sobre piedra, está considerada, junto al Valle de los Caídos en Cuelgamuros (Madrid), uno de los principales exponentes modernos de integración de un templo en el entorno de la naturaleza. 

El santuario ha sido objeto de numerosos estudios arquitectónicos y reportajes fotográficos, dada la impresionante belleza del cañón donde está construido y la dificultad de vértigo de su emplazamiento.