Entre los numerosos libros que se han escrito sobre el papa polaco, éste es algo distinto. La autora es Wanda Poltawska, médico psiquiatra polaca, que fue amiga y colaboradora de Wojtyla hasta 1950, cuando el futuro papa era un simple sacerdote, asesor espiritual de los jóvenes universitarios, amistad que continuó hasta la muerte del gran pontífice.
 
Es un libro que se sale de los esquemas, que contiene muchos escritos inéditos de Wojtyla, reflexiones, apuntes, sugerencias para la vida espiritual y sobre todo varias cartas. No es una biografía. No tiene nada que ver con la historia pública y cronológica de Wojtyla.
 
Tampoco fue escrito para ser publicado. Se trata de una colección de apuntes, de impresiones, que la doctora Poltawska fijó en varios cuadernos durante años, una especie de diario, del que ha salido este libro, utilizando, en la práctica, una pequeña parte del enorme material que posee. Y fue el mismo Juan Pablo II, que había leído los cuadernos de apuntes, quien sugirió que se hiciera una publicación, extrayendo lo que se considerara útil.
 
En junio del año pasado, cuando el libro se publicó en Polonia, dio que hablar a periodistas de medio mundo, suscitando críticas y escándalo.
 
Muchos juzgaron inconveniente que Karol Wojtyla hubiera cultivado una amistad tan profunda con una mujer hasta el punto de continuar escribiéndole cartas también de papa.
 
Otros condenaron a la doctora Poltawska, acusándola de protagonismo y de deseos de publicidad, por haber hecho públicas aquellas cartas que, según ellos, debían permanecer secretas, y afirmando que la publicación podría incluso perjudicar la causa de beatificación. Por fortuna, esto no sucedió.
La Iglesia, en sus representantes cualificados para ello, estaba al corriente del contenido del libro, lo había ya examinado y no ha tenido ninguna consecuencia negativa sobre el proceso que, tras el examen de la vida y de los escritos de Wojtyla, ha concluido con el decreto de reconocimiento de las virtudes heroicas firmado por Benedicto XVI a mitad del pasado diciembre. Y se prevé que la solemne beatificación pueda tener lugar en octubre o a más tardar en abril de 2011.
 
Leyendo este libro con calma y atención, uno se queda profundamente impresionado por el contenido altamente espiritual. Escrito con un estilo seco, conciso y con poco acento personal por parte de la autora, tiene un encanto irresistible. Revela innumerables detalles del alma de Karol Wojtyla y el de la doctora Poltawska. Las cartas de Wojtyla, sin ser oficiales, sino destinadas a una sola persona, muestran su extraordinaria sensibilidad, la grandísima humanidad y sobre todo la excepcional santidad.
 
Revelan cómo él estaba en continuo contacto con Dios. No con prácticas de piedad, de manera formalista, sino de una manera concreta y permanente.
Vivía como si caminara ante la mirada de Dios. Nunca, en ningún momento de su jornada, perdía esta conciencia y la transmitía a quien estaba a su lado.
 
Casi en su totalidad, el libro está constituido por «ejercicios escritos» para un camino ascético que la doctora Poltawska realizó bajo la guía de su director espiritual, que era justamente Karol Wojtyla.
 
Ella indicaba los temas de las meditaciones cotidianas y ponía por escrito los pensamientos y las reflexiones que hacía, enviándolos después al director espiritual, que valoraba, sugería y guiaba hacia nuevos objetivos interiores.
Y él mismo enviaba sus propios apuntes sobre esos temas, casi como comparándose.
 
Una larga ascesis, precisa, cotidiana, constante, que la doctora Poltawska vivió junto a su marido, Andrzej, y su propia familia, y, se puede decir, también junto al mismo Wojtyla, que quiso hacerse, con ellos y por ellos, «hermano» y «compañero de viaje» en el camino hacia Dios.
 
Una experiencia excepcional, convertida con el tiempo en amistad profunda. Al escribir sus cartas, Wojtyla llamaba a la doctora con el diminutivo de «Dusia» (hermanita) y las firmaba con la abreviatura «Fr» (de hermano). Experiencia realmente original y de vanguardia, pero viva, concreta y sublime, que recuerda la vida de los primeros cristianos, de santos como Francisco y Clara, y en particular, la amistad entre san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal.
 
Sólo un hombre como Wojtyla, santo y poeta, dramaturgo y místico, grande y humilde, podía realizar una experiencia de este tipo, que se convierte ahora, a través del libro, en un verdadero «“patrimonio espiritual» para los que tienen la audacia de leerlo y de dejarse conquistar. Para entender bien esta maravillosa aventura humana y espiritual, hay que conocer la historia que la originó.
 
En particular la de la autora, mujer muy conocida en Polonia por la cantidad de iniciativas a las que ha dado vida en su ya larga existencia, pero también, en cierto sentido, «desconocida» porque es reservada, cerrada, celosa de su vida privada. Consciente, sin embargo, de la función que le ha reservado la Providencia, llegada a una edad cercana a los noventa años, ha cedido a las presiones de los amigos y al deseo que ya le había expresado Wojtyla, poniendo a disposición en este libro las experiencias vividas al lado de un gran hombre y un grandísimo santo.
 
Wanda Poltawska conoció a Karol Wojtyla en 1950 en Cracovia. Ella tenía 29 años, él 30. Wojtyla, sacerdote desde hacía cuatro años, era asistente de los jóvenes estudiantes universitarios, y Wanda, ya licenciada en Medicina, frecuentaba los cursos de Psicología y Psiquiatría. Tenía a sus espaldas una terrible experiencia. Nacida en Lublín, en una familia muy católica, había vivido una infancia y una primera juventud serena, comprometida en el movimiento de los Scouts.
 
En 1939, cuando los nazis invadieron Polonia, Wanda, que tenía 18 años, como otros coetáneos suyos, entró en la Resistencia partisana para defender la patria. Pero fue descubierta, arrestada y enviada al conocido campo de concentración nazi de Ravensbrück, donde vivió un espantoso calvario durante más de cuatro años.
 
Años de auténtico martirio. No sólo por las humillaciones, el hambre, los trabajos pesados, el frío, la violencia física y moral, pan cotidiano en aquel lugar de exterminio, sino también porque, en un cierto momento, ella y algunas otras compañeras fueron escogidas como conejillos de indias para misteriosos experimentos médicos.
 
Llevadas a una especie de enfermería, fueron sometidas a intervenciones quirúrgicas, a horribles mutilaciones, extracciones de piezas de huesos, inyecciones de bacterias en las heridas para provocar infecciones y gangrenas, que eran tratadas después con otros productos químicos. Un calvario espantoso e interminable. Casi todas las chicas murieron una detrás de otra y Wanda sobrevivió de milagro.
 
De vuelta a casa, era una sombra humana. Volvió a estudiar, pero en su interior las termitas incubadas continuaban carcomiéndola y atormentándola. Se sentía una mujer acabada, que luchaba desesperadamente con los fantasmas del pasado, incapaz de derrotarlos. Tenía miedo de sí misma, de los demás, de la vida. Los principios cristianos que había recibido de niña chocaban estrepitosamente con la crueldad que había sufrido en el Campo.
 
Buscaba ayuda. La buscaba sobre todo de los sacerdotes, pero no encontraba ninguno dispuesto a escucharla y a entender sus problemas. En 1950 encontró a Karol Wojtyla, y quedó impresionada por el hecho de que era una persona que «escuchaba». Se convirtió en su confesor y director espiritual. Fue él quien «curó» su alma y la ayudó a volver a encontrarse a sí misma y la confianza en su prójimo.
Y Wojtyla entendió que aquel encuentro no era casual. Habituado a ver las cosas desde un punto de vista místico, se convenció de que los terribles sufrimientos que aquella joven mujer había sufrido y soportado no eran algo que se refiriera sólo a ella misma.
 
Por el misterio del «Cuerpo místico de Cristo», se referían a todos, en particular sobre todo propiamente a él, que se había librado de la guerra. En los años en los que Wanda «moría» en el Campo, él descubrió su vocación al sacerdocio.
 
Y después le tocaba a él, sacerdote, la tarea de «curar» las heridas que el Campo había dejado en el alma de aquella persona. No eran coincidencias casuales, había un nexo, un vínculo y esta convicción suya se convierte, poco a poco, en conciencia. Se lo reveló él mismo a la doctora Wanda en uno de los momentos más importantes de su vida, el 20 de octubre de 1978, cuatro días después de ser elegido pontífice de la Iglesia.
 
En una larga y bellísima carta, la primera que escribe como papa, quiere afrontar abiertamente el tema de su amistad. Amistad que entonces, después de haberse convertido en papa, podía también ser juzgada como mala y extraña. Pero era una amistad «arraigada y cimentada en Dios, en su gracia», como él escribió, y por tanto debía continuar.
 
He aquí la parte de esa carta que habla explícitamente de esta cuestión:
 
«El Señor Jesús ha querido que eso que a veces se había dicho, eso que tú misma habías dicho el día después de la muerte de Pablo VI, se hiciera realidad. Agradezco a Dios por haberme dado, esta vez, tanta paz interior -esa paz que me faltaba de una manera evidente todavía en agosto-, que he podido vivir todo esto sin tensión. Con la confianza de que Él y su Madre lo dirigirán todo, también en estas relaciones, preocupaciones y responsabilidad más personal. Con la confianza de que -si no siguiera la llamada- también en estas relaciones puedo arruinarlo todo.
 
Entiende que, en todo esto, pienso en ti. Durante más de veinte años, desde que Andrzej me dijera por primera vez: “Duska es una Ravensbrück”, nació en mí conciencia, la convicción de que Dios me daba y me asignaba a ti, para que en cierto sentido yo “compensara” lo que habías sufrido allí. Y pensé: ella ha sufrido en mi lugar. A mí Dios me ha ahorrado esa prueba porque ella estaba allí. Si pudiera decir que esta convicción fuera “irracional”, aun así siempre estuvo en mí, y continúa permaneciendo. Sobre esta convicción se desarrolló gradualmente toda la conciencia de la “hermana”. Y también ésta pertenece a la dimensión de toda la vida. Y todavía continúa permaneciendo. ¡Mi querida Dusia! Toda esa dimensión permanece en mí y debe permanecer en ti. Siempre ha estado arraigada y “fijada” en Dios, en su gracia -ahora debe fijarse todavía más».
 
Son palabras que explican claramente la naturaleza y la calidad de la amistad que unió a Karol Wojtyla y a Wanda Poltawska. Una amistad tan extraordinaria y sublime que puede nacer y crecer sólo en el corazón y en el alma de los grandes santos.