Son veinticinco años viviendo de cerca la evangelización en Taiwán. Años de dura pelea con el lenguaje, pero también de privilegio, al ver cómo prende entre sus fieles la llama del Evangelio. El padre Domingo Albarrán, dominico, explica que «el oriental es muy espiritual, y es místico. Tienen muy claro la dependencia de la tierra con respecto al cielo, y esto es algo que viene de muy antiguo, de los emperadores chinos, que se veían como representantes del Absoluto». Por eso, para los católicos chinos, la conversión al cristianismo la viven con radicalidad: «Para ellos, supone dejar totalmente la vida que llevaban antes, cortar con la familia y la tradición. Supone abandonar a los antepasados, a los muertos de su familia, a quienes deben respeto y adoración. Para ellos, la familia es todo, el principio de la vida y de la sociedad, y hacerse cristiano ha
supuesto para muchos el cortar con la familia y hasta sufrir palizas».
 
De este modo, vivir la fe católica supone para ellos vivir de otra manera. «El chino católico –explica el padre Domingo– quiere participar, desarrollarse en la Iglesia, quedar envuelto en esa fe que quiere comunicar a los demás. Las misas pueden durar dos y hasta tres horas, y la vida eucarística va más allá de la misa. Una vez terminada la Eucaristía, puedes ver a grupos de gente que van con sus motos y sus furgonetas a llevar comida y ayuda a otras personas. Llevan a los demás lo que viven en la misa».
 
Al principio, la misión del padre Domingo no fue nada fácil, ya que tuvo que bregar muy duro para poder comunicarse con aquellos a los que quería llevar a Cristo: «Es que el chino es dificilísimo –recuerda–. A la semana de intentar aprenderlo, tiré los libros por la ventana; y luego lo hice otra vez más. Y me dije: Si vuelvo a hacerlo, me marcho de aquí. Hasta llegué a hacer la maleta: El chino, para los chinos. Y es que algún misionero ya me había dicho: El chino es un lenguaje de diablos. Pero un compañero mío me propuso esperar dos días, y luego decidirme. Yen esos dos días cambió la cosa totalmente».
 
Así, pudo disfrutar de un tiempo extraordinario como evangelizador: «Entre toda esa hilera de pueblos, entre estas gentes maravillosas, sencillas y pacíficas, estoy convencido de que me han enseñado más que yo a ellas. Me han enseñado muchas cosas preciosas. Me han saciado de valores como el silencio y la soledad, de sufrir y de tener debilidad y fortaleza en Dios. Jamás imaginé que en esa soledad y lejanía había tanta compañía. Y es que, cuando se comunica con el silencio, se engarza como un imán la intimidad. Cuando uno se vuelca desinteresadamente hacia el prójimo es cuando puedes sentir que te vas despojando y limpiando de un sinfín de cosas inútiles y de egoísmos. Cuanto mayor es la manifestación de Dios, más voluminoso es Su silencio».