(Luis Fontes/Jesús García/La Razón) Al amanecer, en una pequeña capilla presidida por una imagen de la Divina Misericordia, depositan los fetos en una vasija y rezan de rodillas por ellos. Es lo más parecido a un funeral que tendrán estos bebés. A veces, las chicas que han abortado llevan a su hijo muerto y dejan escrito el nombre que les hubiese gustado ponerle. En Vietnam cada año hay entre dos y tres millones de abortos. Durante mucho tiempo, el Gobierno prohibió tener más de tres hijos. La Iglesia católica, hostigada de distintas formas, da formación afectiva y sexual allí donde llega, pero sobre el país pesan más de treinta años de instrucción marxista y materialista. En algunas ciudades, los grupos provida cuentan con cementerios para niños abortados: lápidas hasta donde alcanza la vista, ninguna de ella de más de medio metro. Son tumbas en miniatura. A veces se ven mujeres que rezan y lloran entre ellas. Algunas encienden velas o esconden cartas en las grietas, pidiendo perdón. En otras ciudades no se han podido construir esos cementerios. Entonces, los voluntarios incineran a los niños. Con sus cenizas, los católicos fabrican ladrillos. Cada ladrillo, cien niños. Ya han fabricados cuatro mil. Las cuentan aturden. Los católicos vietnamitas dicen que con los ladrillos levantarán una iglesia dedicada a la vida, que la vida resurgirá de las cenizas.