(ReL) Destacamos algunas de las palabras de la homilía de monseñor Juan María Uriarte durante el funeral por el último asesinado por ETA, el empresario Ignacio Uría: Un hombre ha sido abatido como una pieza da caza. Un hijo de Dios ha sido tiroteado como un criminal. Una familia ha sido sumida en un mar de dolor. Un empresario que brinda trabajo ha sido eliminado violentamente. Un proyecto avalado democráticamente quiere ser neutralizado por la fuerza y la sangre derramada. Una sociedad enfrentada a graves problemas ha sido de nuevo herida en su esperanza. ¿Es éste el camino para la liberación que ETA promete? ¿Qué liberación? Dios nos habla hoy y aquí por las palabras de Isaías. Él es fiel. Cumplirá su promesa. Nos dará la vida en plenitud junto a Él. Entretanto estará junto a nosotros, padeciendo y gozando, en todos nuestros afanes por vivir honestamente, solidariamente, en paz y en armonía y en todos nuestros esfuerzos por luchar con un corazón noble y limpio contra todo aquello que se oponga al predominio de estos valores. Las bienaventuranzas recién proclamadas suenan a muchos como propias de un soñador utópico. Los mismos creyentes tenemos dificultades para entenderlas y asumirlas, sobre todo en circunstancias como ésta. Pueden parecer desmovilizadoras y ser entendidas como una invitación a la resignación pasiva. No se oponen a la justicia, a la lucha tenaz contra la violencia sangrienta que siembra terror; antes bien, la suponen. Pero nos avisan que para desarraigarla no basta la pura justicia; es necesario el amor a las personas, al pueblo. Sólo una justicia impregnada por el amor a todos es para Jesús y para su comunidad garantía del respeto de todos los derechos humanos de todos. Tenemos motivos de sobra para sufrir y preocuparnos. Pero no los tenemos para perder la esperanza activa e insuflar a nuestro pueblo la reserva inagotable de la esperanza garantizada por la Muerte y Resurrección del Señor es para los creyentes una misión inaplazable. No os han tocado, estimados empresarios, los golpes más tolerables por parte de este azote de la violencia. Sintonizamos con la pesadilla que muchos sufrís en vuestra carne y en la de vuestra familia. Tenéis todo el derecho y la necesidad de contar en estos momentos con el apoyo neto de la sociedad y con la defensa eficaz de vuestra vida y vuestros bienes. Los trabajadores de las empresas amenazadas tenéis igual derecho a que se garantice al mismo tiempo vuestra seguridad y vuestro trabajo. Sabed aparcar en el presente aquellas diferencias que impiden la paz posible. Pertenecemos todos a este pueblo. Cabemos todos en este pueblo, salvo aquellos que se autoexcluyan por su palabra o su conducta. En esta casa solariega de nuestro pueblo, la Iglesia os repite con persistente convicción: hagamos la paz entre todos y para todos. Dos sentimientos me embargan al terminar esta homilía: ¿vale para algo la palabra en estos momentos? ¿qué puedo hacer yo, qué desea Jesús de mí, en la actual situación? Vale la palabra. Es necesaria la palabra. El ser humano ha ido pasando a lo largo de su trayectoria de la violencia al grito y del grito a la palabra. Vale especialmente la Palabra que hace lo que dice: la Palabra de Dios. No me cansaré de repetirla y de esperar en silencio orante la acción de Dios, encarnada en iniciativas y acciones humanas. ¿Qué puedo hacer? Proseguir y colaborar sin desesperar en toda iniciativa que conduzca verdaderamente a la paz posible. Entregar a esta misión mis horas, mis esfuerzos y mi vida entera.