"Hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo". Esta ha sido la petición del santo padre Francisco en el encuentro con las Comunidades Religiosas en Corea, en el tercer día de su viaje apostólico. El encuentro ha tenido lugar esta tarde en el Auditorium de la "School of Love" (Escuela de amor) de Kkottongnae, donde normalmente se realizan cursos de espiritualidad. Han estado presentes unos 5.000 religiosos y religiosas que desarrollan su servicio pastoral en Corea. Como ha explicado el Santo Padre nada más llegar, no había tiempo para rezar vísperas como estaba previsto en el programa, pero han rezado todos junto un Ave María.

Después de los saludos de los dos presidentes de las Asociaciones -masculina y femenina- de Superiores Mayores en Corea, el Santo Padre ha dado su discurso en el que les ha animado a ser signo tangible de la presencia de Reino de Dios y les ha hablado de la pobreza, de la castidad, de la obediencia y la vida comunitaria.



El superior mayor masculino, ha indicado al Obispo de Roma que "si bien debemos buscar el bien para el mundo y para Iglesia con los distintos carismas, don del Espíritu, preferimos el propio yo a la comunidad y nos dejamos llevar por el consumismo, más que del espíritu de templanza y del compartir". Asimismo ha señalado que "corremos el riesgo de ser responsables en el hacer ambigua nuestra identidad y nuestros carismas, dejándonos impregnar del secularismo más que leer los signos de los tiempos a través de la renovación". Además, el superior ha asegurado que "confesamos todo esto a usted, pastor bueno, precisamente porque queremos ser una esperanza para nuestro tiempo a través de una auténtica renovación de nosotros mismos y de nuestras comunidades religiosas".

Por su parte, la superiora mayor femenina ha observado que la "Iglesia coreana ha crecido nutriéndose de la sangre y de la espiritualidad de los mártires. A pesar de eso, la sociedad de hoy sufre en estos tiempos de globalización por el dominio del capitalismo y del poder político".

A continuación el Santo Padre se ha dirigido a los presentes asegurándoles que "la firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo". Francisco ha advertido que "sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad." Y cuando estas faltan -ha asegurado- surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.

El Obispo de Roma ha indicado que sea cual sea su carisma, "siempre están llamados a ser ´expertos´ en la misericordia divina, precisamente a través de la vida comunitaria". De este modo, el Papa ha recordado que la vida en comunidad no siempre es fácil, pero, a pesar de estas dificultades, "es en la vida comunitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la paciencia y la caridad perfecta".

Asimismo, el Papa ha subrayado que "su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia". Y ha añadido que la "necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos que hagamos en la virtud". A este punto, el Papa ha advertido que "la hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia".

Finalmente, el Papa les ha pedido que, con gran humildad, "hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo". Así, les ha pedido que no lo guarden para ellos mismos sino compartirlo. Además, les ha exhortado a dejar que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ellos tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas del mañana.




Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Saludo a todos con afecto en el Señor. Es bello estar hoy con ustedes y compartir este momento de comunión. La gran variedad de carismas y actividades apostólicas que ustedes representan enriquece maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y más allá de forma maravillosa. En este marco de la celebración de las Vísperas, en la que debíamos haber cantado las alabanzas de la bondad y de la misericordia infinita de Dios, agradezco a ustedes, y a todos sus hermanos y hermanas, sus desvelos por construir el Reino de Dios en este querido país. Doy las gracias al Padre Hwang Seok-mo y a Sor Escolástica Lee Kwang-ok, Presidentes de las conferencias de Superiores Mayores masculinos y femeninos de los Institutos religiosos y las Sociedades de Vida Apostólica, por sus amables palabras de bienvenida.

Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad, que es muy importante. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.

Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a Dios, esta alegría hunde sus raíces en el misterio de la misericordia del Padre revelado en el sacrificio de Cristo en la cruz. Sea que el carisma de su Instituto esté orientado más a la contemplación o más bien a la vida activa, siempre están llamados a ser «expertos» en la misericordia divina, precisamente a través de la vida comunitaria. Sé por experiencia que la vida en comunidad no siempre es fácil, pero es un campo de entrenamiento providencial para el corazón. Es poco realista no esperar conflictos: surgirán malentendidos y habrá que afrontarlos. Pero, a pesar de estas dificultades, es en la vida comunitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la paciencia y la caridad perfecta.

La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Esa es la roca. Éste es ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más.

Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia y perseverancia y apertura del corazón al hermano sabio o a la hermana sabia que el Señor pone en nuestro camino.

Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán reconocer la misericordia de Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Parece contradictorio per ser pobre significa encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos alcanzar a Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos que hagamos en la virtud. También debe manifestarse concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el justo camino. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia. Piensen también en lo peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en los medios humanos y destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos enseñó. Y doy las gracias a este punto, al padre presidente, a la hermana presidenta de los religiosos porque han hablado justamente sobre el peligro que la globalización y el consumismo dan a la vida de la pobreza religiosa. Gracias

Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes mismos; compártanlo, llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas del mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida apostólica, sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo de contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.

Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y enfermos de sus comunidades, también un saludo especial para ellos, y les confío a los cuidados amorosos de María, Madre de la Iglesia, y les imparto de corazón mi bendición.