El cardenal arzobispo de Lisboa José da Cruz Policarpo no deja de sorprender. Tras la entrevista concedida el pasado verano a la publicación mensual "Ordem dos Advogados" en la que se abría al sacerdocio femenino, ha vuelto a hacer pública su opinión, esta vez sobre la masonería. Esta vez, sin embargo, sus palabras contra la masonería parecen coincidir con la opinión de Roma, donde efectivamente, nadie ha protestado. "La masonería –ha dicho- ejercita una influencia directa en los asuntos políticos".


Desde el santuario mariano de Fátima, el cardenal José Policarpo estigmatiza el poder ejercitado por los masones en la política nacional e internacional. La denuncia del jefe de la Iglesia portuguesa no es una denuncia aislada. Dicha en voz alta como acusación en los medios de comunicación católicos o susurrada en los Palacios Sacros, la palabra "masonería" vuelve a oírse con frecuencia dentro de la Iglesia católica. Bajo el perfil del Magisterio, la fecha símbolo cuando se habla de masonería es el 26 de noviembre de 1983. Ese día, de hecho, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba una declaración sobre las asociaciones masónicas. Desde cuando la Iglesia inició a pronunciarse sobre la masonería su juicio negativo ha sido inspirado por muchas razones prácticas y doctrinales. La Iglesia no ha juzgado la masonería responsable solamente de actividades subversivas en su contra, sino que desde los primeros documentos pontificios sobre la materia y en particular en la encíclica "Humanun Genus" de León XIII (20 de abril de 1884), el Magisterio de la Iglesia ha denunciado en la Masonería ideas filosóficas y concepciones morales opuestas a la doctrina católica. Para León XIII, estas tienden esencialmente a un naturalismo racionalista, inspirador de sus planes y de sus actividades contra la Iglesia. En su carta al pueblo italiano "Custodi" (8 de diciembre e 1882), León XIII escribía: "Recordemos que el cristianismo y la Masonería son esencialmente inconciliables, tanto que inscribirse en uno significa apartarse del otro". No sorprende, por lo tanto, el "anatema" del guardián de la ortodoxia, Joseph Ratzinger.


La Iglesia, de hecho, no podía dejar de tomar en consideración la posición de la masonería desde el punto de vista doctrinal, visto que en los años 19701980, la Congregación para la Doctrina de la Fe estaba, en correspondencia con algunas conferencias episcopales nacionales, particularmente interesadas en este problema a causa del diálogo iniciado por algunas personalidades católicas con representantes de algunas logias que se declaraban no hostiles a la Iglesia. 1983 era el momento ideal para un pronunciamiento orgánico. El estudio más profundo, de hecho, había llevado al ex Santo Oficio a confirmar su convicción de la inconciliabilidad de fondo entre los principios de la masonería y los de la fe cristiana. Prescindiendo por lo tanto de la consideración de la actitud práctica de diversas logias, de hostilidad o no hacia la Iglesia, la Congregación para la Doctrina de la Fe, con su declaración del 26 de noviembre de 1983, quiso colocarse al nivel más profundo y por otra parte esencial del problema: es decir, en el plano de la inconciliabilidad de los principios, lo cual significa sobre el plano de la fe y de sus exigencias morales. Partiendo de este punto de vista doctrinal, en continuidad con la posición tradicional de la Iglesia (en primer lugar los documentos de condena emanados por León XIII) derivan luego las necesarias consecuencias prácticas, que son válidas para todos esos fieles que inscritos a la masonería en su caso. Sin embargo, a propósito de la inconciliabilidad de los principios, fueron inmediatas las objeciones opuestas por diversas partes al pronunciamiento del Vaticano, iniciando por el hecho de que para la masonería es esencial precisamente el hecho de no imponer ningún "principio", en el sentido de posición filosófica o religiosa vinculante para todos sus afiliados, sino más bien dar acogida juntos, más allá de las fronteras de las diversas religiones y del mundo, a hombres de buena voluntad en base a valores humanistas comprensibles y aceptables por todos.

Según esta objeción, por lo tanto, la masonería constituiría un elemento de cohesión para todos aquellos que creen en el Arquitecto del Universo y se sienten comprometidos respecto a las orientaciones morales fundamentales que son definidas por ejemplo en el Decálogo. Por lo tanto, la masonería no alejaría a nadie de su religión, todo lo contrario, constituiría un incentivo para adherir a ella de una manera más amplia. Una discusión con múltiples consecuencias históricas y filosóficas.


La Santa Sede replica a esta objeción con el Concilio Vaticano II, es decir, con la demostración más patente de que la Iglesia católica está a favor de una colaboración de todos los hombres de buena voluntad. Asociarse a la masonería, sin embargo, va decididamente más allá de la legítima colaboración y tiene un significado mucho más relevante y determinante que este. La comunidad de los "constructores libres" y sus obligaciones morales, de hecho, se presenta como un sistema progresivo de símbolos con un carácter extremadamente comprometedor. La rígida disciplina del arcano que la domina refuerza todavía más el peso de la interacción de señales y de ideas. Este clima de secretismo conlleva, sobre todo, para los inscritos el riesgo de convertirse en un instrumento de estrategias que ellos mismos pueden ignorar. Un cuadro bastante ilustrativo de la "cuestión masónica" y de la controvertida relación entre la túnica y el compás, es el presentado el 28 de agosto de 2011 por el historiador de la Universidad de Turín, Angelo d´ Orsi, en un artículo publicado el "Il Fatto Quotidiano". El punto de partida es la salida del director de Avvenire, el diario de los obispos, que dando la culpa de una campaña contra la Iglesia a la masonería, habla de una película ya vista". ¿Pero de qué película estamos hablando?

Antonio Gramsci habló una sola vez en el aula del Congreso de los Diputados, el 16 de mayo: se estaba discutiendo el diseño de ley Rocco-Mussolini, que prohibía las "asociaciones secretas". Se dijo que era contra la Masonería: Gramsci entendió que se trataba de un instrumento para poner al margen de la ley a todas las organizaciones del movimiento obrero, como hizo notar en ese discurso que suscitó violentas interrupciones por parte del mismo Duce y de algunos de sus discípulos. "La masonería es la pequeña bandera que sirve para hacer pasar mercancía reaccionaria antiproletaria", exclamó ese orador de voz apagada pero de fuerte temperamento; y añade: "Con los masones el fascismo llegará fácilmente a un compromiso". Y sucedió, aunque formalmente las logias fueran disueltas por el régimen, que la masonería italiana no murió; además los financiamientos de sus miembros al movimiento "mussoliniano" habían sido importantes, y habían favorecido su subida al poder. "Cierto –evidencia el profesor d´Orsi- emergieron dos tendencias, una democrática, antifascista, la otra, filofascista; también en el pasado habían existido dos claras tendencias, llegando en 1908 (la candente cuestión de la laicidad de la escuela) a una escisión que nunca se sanó.

Además también en la Iglesia de Roma, declaradamente hostil a la masonería (y formalmente hostilizada por la misma en las publicaciones, más que en las prácticas) hubo, y hay, como es sabido, tendencias rivales". Al lado de la Iglesia del "pueblo de Dios", la Iglesia de los humildes, de los desheredados, siempre ha existido una institución jerárquica cercana a los puestos de poder, que a su vez, ejercita un verdadero poder en todos los ámbitos de la vida social.

Esta segunda Iglesia, que fue complacida por el fascismo tras haberlo apoyado, de hecho, nunca fue enemiga de la Masonería, la que mantenía relaciones con los centros del poder. Si revisamos la prensa de ideología católica, encontraremos actos de acusación bastante fuertes contra los "hermanos" del Mandil y del Compás; sucederá lo mismo si vamos a ver la prensa o las páginas Web masónicas. Pero sobre todo, se ha tratado de un juego de rol, en el cual, de hecho, dos poderes aparentemente no formalizados en la sociedad, se contendían la hegemonía, a menudo llegado a entendimientos, estos sí subterráneos, cuando no a verdaderos acuerdos formales. Mientras la masonería terminaba por ablandar su condena a la Iglesia, ésta, que también había dejado caer en tiempos recientes la excomunión a los católicos masones, hacía valer su fuerza, especialmente en determinados momentos, tentada desde siempre por la voluntad de plegar y si es posible aplastar al máximo al que más que como un adversario se presentaba como un contendiente. De nuevo en 1983, una declaración (firmada nada menos que por Joseph Ratzinger, entonces potente Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y futuro Papa Benedicto XVI) confirmaba la incompatibilidad de los principios masónicos con la doctrina de la Iglesia y que los fieles miembros de asociaciones masónicas no podían acceder a la Santa Comunión. La oposición estuvo siempre motivada no solo por el carácter secreto de la organización, sino también por el laicismo, racionalismo y "relativismo" de las doctrinas masónicas, y por la reiterada implicación de los "hermanos" en acciones dirigidas contra la Iglesia misma y contra los "legítimos" poderes civiles. Hoy en Italia, la Iglesia oficial, la del Vaticano y la CEI, es un potente apoyo para el poder político. "Ante una movilización de la opinión pública, que ya no aguanta más los privilegios fiscales que ese poder ha concedido al sistema eclesiástico (una "leyenda negra", según el diario de los obispos)- precisa Angelo d´Orsi- sacar a relucir el poder oculto de la masonería suena, por lo menos grotesco. Verdaderamente, como ha escrito Avvenire, se trata de "Algo que impresiona".