Los Estados Unidos Mexicanos ultiman ahora, con verdadera fruición nacional, los detalles finales de la gran celebración que tendrá lugar en el presente año de 2010: el doscientos aniversario del Grito de Dolores (16 de septiembre de 1810), bicentenario del estreno de su madrugador proceso de independencia de la monarquía española. El revuelo conmemorativo hace meses que se ha desatado tanto en los medios de comunicación como en las instancias oficiales, políticas, sociales y hasta eclesiásticas, donde las declaraciones, los actos, los recuentos históricos y los fastos contribuyen a que crezca la expectación mientras se consumen las meses que restan para la llegada del simbólico día. Triste es, sin embargo, que en medio de poéticas recordaciones y de meritorios esfuerzos por poner en claro la historia mirando al porvenir con confianza, abunden también los caducos denuestos al papel de España y resuciten (si es que alguna vez murieron) ajados vocablos como genocidio, usurpación, etnocidio, explotación, mortal decadencia…

Resulta paradójico que para el siglo XVIII y los primerísimos años del XIX no pueda hablarse de decadencia española en América, sino de abierta expansión. Con el poderío naval británico mantenido a raya tras sus reveses en el Caribe; con la Rusia de los zares incapaz de trascender Alaska y realizar su aspiración de dominio sobre la costa del Pacífico, por culpa de esa pujante creación civilizadora que fue California. Con esa misma España participando activamente en la emancipación de las Trece Colonias, recuperando las Floridas y también antes Nuevo México, prosperando en la Luisiana, penetrando hasta el Mississippi, explorando científicamente el gélido Noroeste. Con un Carlos III, en fin, liberando y estimulando el comercio en las Indias.


Grito de Dolores, Siglo XIX, óleo sobre tela. Museo Casa de Hidalgo, Conaculta, INAH

Todo se hundió de golpe cuando la Revolución Francesa y su hijo dilecto, el emperador Bonaparte, se fijaron en España, y contaron con la colaboración inestimable de un par de reyes y un valido que no eran ni sombra de lo que fueron sus ancestros. Así que Trafalgar, Bayona, la invasión napoleónica y las violentas convulsiones que, a resultas, sacudían la metrópoli significaron también el kairós para las colonias: la oportunidad jamás soñada por los “precursores” del XVIII que, de pronto, se ofrecía en bandeja a toda América. Dicho sea sin demérito de las excepcionales gestas y la sensibilidad social de patriotas como Miguel Hidalgo o José María Morelos, así como de la bravura sacrificial de tantos héroes anónimos que les siguieron (que tampoco faltó, por qué no decirlo, entre las fuerzas realistas).


 
En los manuales escolares mexicanos se detecta, por lo que toca al inevitable Hernán Cortés, una suerte de tensión que va y viene de la admiración al odio: unas veces se destaca su faceta templada y mediadora, otras se subraya la insensibilidad homicida con la que se abrió paso hasta Tenochtitlán. Si sustituyéramos Tenochtitlán por Ciudad de México y dejáramos caer tácitamente entre líneas matanza de la Alhóndiga de Granaditas o saqueo de Guanajuato, se vería que ambas versiones sirven también para tratar de entender a Miguel Hidalgo y Costilla.


Monumento a Hernán Cortés en Medellín (Badajoz)

Y por lo que sabemos de Cortés —que es bastante para quien lo quiera indagar sin prejuicios—, a fe que cuadrarían también con sus más profundas convicciones las palabras atribuidas a Morelos ante el pelotón que lo ejecutó: «Señor, si he obrado bien, tú lo sabes, pero si he obrado mal, yo me acojo a tu infinita misericordia». La Iglesia de México está volviendo a insistir estos días en que Hidalgo y Morelos no murieron excomulgados sino reconciliados con Dios; creo, pues, que ya es hora de que también el pueblo mexicano absuelva definitivamente a Cortés y dedique un tiempo a considerar su indudable grandeza épica, humana y espiritual: a lo mejor se encuentra también a sí mismo…

A los españoles no nos acompleja el haber sido invadidos por romanos y árabes, más bien les estamos reconocidos por los innegables beneficios habiendo olvidado hace mucho los perjuicios. Pero el romano se llamaba Scipio y el moro Al-mansur y hablaban latín y árabe respectivamente, mientras que españoles y mexicanos somos indistintamente Pérez o López y todos nos entendemos perfectamente en el mismo español. Quiero decir que quizá todo se deba a un problema de mala conciencia por parte del pueblo mexicano, que es consciente de haber sido parte activa de una historia común de la que ahora sólo quiere ver las sombras, que proyecta agrandadas sobre la otra parte.

El rumbo político y social de la república de México, tras la emancipación, no se puede decir que haya sido brillante, por varias razones que excuso detallar. Pero buena parte del fracaso se debe a las élites de las que se dota, a los discursos públicos que adopta, a su sistema de enseñanza, a las ideologías que sigue y a los egos que ha servido y sirve. España no es culpable: su aventura colonial hace siglos que acabó y me atrevo a afirmar que el balance de la conquista, colonización y evangelización de América fue positivo para la metrópoli, para el continente y para el resto de la humanidad. Por eso pudo Humboldt escribir a su hermano, en la víspera misma de la emancipación, aquello de «No existe quizá en todo el universo un país donde se pueda vivir de una manera más agradable y tranquila que en las colonias españolas que recorro hace quince meses». Nadie discute que hubiese también densas penumbras, valles de dolor y simas de pecado, pero los seguirá habiendo mientras haya hombre; y para conjurar esa verdad dura e inexorable sólo sirve la humildad, el perdón, el arrepentimiento y la conversión personal de cada uno.



Mas la Leyenda Negra persiste. Y no sólo en el Nuevo Mundo, sino también —y aun diría que sobre cimientos más anchos— en España: periodistas y políticos nos la sirven a diario, el sistema educativo la refuerza y la enseñanza superior la remata para siempre. Yo compruebo que es inútil razonar con mis compatriotas, pues siguen creyendo y afianzando esa Leyenda incluso después de leer a los historiadores anglosajones y franceses que, hasta hoy mismo, la desmontan por completo.


Vasco de Quiroga

Tanto si hubiésemos sido salvajes como si no, el leyendanegrismo aparece como una especie de dogmática ideología, y los verdaderos conocedores de la obra española en América constituyen hoy por hoy una casta subterránea de hombres libro de los que novelaba Ray Bradbury. No es tanta, como digo, la diferencia entre lo que dicen los libros de texto de aquende y de allende el Océano. No hace mucho que en un curso de verano el historiador británico Henry Kamen exclamaba, abrumado por las reacciones arrogantemente ignaras de los alumnos, que los españoles son los últimos que aún se creen la Leyenda Negra de España.

Y si es una pena que en México nos tenga que redimir —pero sólo un poco— el contradictorio y alucinado Las Casas, también es triste que en España casi nadie sepa balbucear el nombre de Bernardino de Sahagún (no digamos su asombrosa obra) o que Motolinía no es una marca de celulares… Devoramos burritos y trasegamos tequila, alguno incluso cita a Diego Rivera cuando juega al Trivial, pero todos desconocen que hubo un laico español, apodado por los indios Tata Vasco [de Quiroga], que fue capaz de levantar una utopía cristiana y humanista en Michoacán que, a diferencia de la de Tomás Moro, fue real, extensa y duradera; y cuyo mensaje hoy olvidado de consideración y entrega al indígena y a su promoción integral podría contribuir mucho más que todas las teologías políticas a la civilización del amor que el pasado agosto reclamaba el obispo Patiño en la Misa por la Patria celebrada en Córdoba (Veracruz).


 
Y es que Veracruz también celebra. En su caso, el 188 aniversario de los Tratados de Córdoba (1821), que siempre se citan como el arranque, hecho documento político-jurídico, de la independencia mexicana en general. Pero a mí me evocan el verso de la canción de Machín: …lo que pudo haber sido y no fue… Fruto del Plan de Iguala, al que Agustín de Iturbide consiguió atraer hasta al mítico insurgente Guerrero, de ellos salió un régimen independiente, constitucional y representativo de corte moderado (si nació monárquico, no miraba al Antiguo Régimen); y logrado sin derramar sangre. A él se adhirieron espontáneamente las provincias de América Central conformándose así un México inédito que abrazaba territorios bastante bien avenidos que iban desde Panamá hasta Oregón. ¿No era ése un comienzo preñado de buenos augurios? Mas, con esa facilidad que tenemos los hispanos de arruinar nuestras mejores creaciones, se optó por dar vía libre al radicalismo jacobino de las logias, a las conspiraciones y golpes, las oligarquías, el militarismo y el autoritarismo, los usos aristocráticos, el populismo, la corrupción… Y, encima, Gran Bretaña y los EE. UU. acabaron pasándole a México una gravosísima factura por su apoyo a la emancipación (con pérdida incluso de la mitad de su territorio). Hay en todo esto muchas lecciones para el presente y el futuro inmediato que, como pueblos hermanos, no deberíamos obstinarnos en olvidar.

Miguel Ángel García Olmo es profesor de la Universidad Católica de Murcia y autor de Las razones de la Inquisición española. Una respuesta a la Leyenda Negra (Almuzara, 2009).