Las Cortes de Cádiz marcan el inicio de la imposición del liberalismo en la política española. Contra lo que los diputados liberales trataron de hacer creer y afirmaba el discurso preliminar, la Constitución de 1812 rompía con la constitución política tradicional de España. En España, la tradición política afirma que el poder viene de Dios y reside en el rey, que debe ejercerlo no de un modo absoluto y despótico, sino limitado por las Cortes y las leyes fundamentales del reino. Durante el siglo XVIII esta tradición había caído en el olvido como consecuencia del despotismo ministerial de los Borbones. Desde el momento de la invasión napoleónica, la situación caótica de España dio lugar a que se manifestaran distintas posturas. Por una parte estaban los partidarios del Antiguo Régimen, que las fuentes liberales llaman absolutismo y las realistas despotismo ministerial. Además, existía la corriente liberal, los patriotas, que en sus ideas no se diferenciaban de los afrancesados, distinguiéndose únicamente por su rechazo a José Bonaparte, ya que consideraban que la revolución debía ser obra de los propios españoles y no una imposición extranjera. Por último, en las Cortes de Cádiz despuntó la corriente reformadora realista, que propugnaba “la aplicación de la tradicional constitución política española, vigente a la sazón –puesto que no había sido derogada-, pero solo de derecho, ya que de hecho se venía gobernando a sus espaldas y como si no existiera”.[1]



Los liberales con frecuencia se manifestaban como renovadores de la tradición para convencer a sus adversarios y “vender” su obra al pueblo, cuando en realidad estaban creando un orden nuevo, inspirado en las ideas de la Revolución francesa. La terminología y las alusiones a la religión y a las leyes fundamentales que aparecen en el discurso preliminar y en la Constitución han llevado a algunas personas a pensar que es la culminación de la tradición política española. En realidad no es así. El punto clave que aleja definitivamente la Constitución de 1812 de la idea tradicional de España es la afirmación de la soberanía de la Nación –y en la práctica de los diputados que “la representan”-, otorgándose a sí mismos un poder tan absoluto o más que el que llegaron a tener los reyes del siglo XVIII.[2] Algo sorprendente teniendo en cuenta que cuando se inauguraron las Cortes, la mitad de los diputados eran suplentes, no elegidos en sus provincias de origen sino seleccionados entre los residentes en Cádiz. Eso sin contar con que se convocaron de una forma sin precedentes en la historia de España y sin raíces en su tradición, esto es, en un solo cuerpo, sin especial convocatoria de los estados de la Nobleza y el Clero.[3]

Pero la prueba más convincente de que los liberales tenían claro el sentido revolucionario de sus decretos es su forma de comportarse. Declararon la libertad de imprenta, y acto seguido persiguieron a todo aquel que intentara formular por escrito cualquier objeción a sus reformas, empezando por el obispo de Orense. Declararon la separación de poderes, y seguidamente no sólo legislaron, sino que además decidieron en materias de la competencia del poder judicial.[4] Sin contar con que impidieron continuamente a la Regencia realizar su función ejecutiva. En reuniones secretas se tomaron decisiones como el destierro de los miembros de la anterior Regencia 18 de diciembre de 1810-, orden contradictoria con la que habían dado las Cortes el 28 de noviembre exigiendo a los ex-regentes que rindieran cuentas de su administración. Un periódico se hacía eco de la noticia preguntándose si aquello era “un acto legislativo, una medida de policía o una sentencia. Sería absurdo lo primero, porque las leyes tienen por objeto la comunidad y no los particulares; pero lo segundo y lo último no pertenece a las Cortes, sino al poder ejecutivo o judicial. ¿Cómo, pues, llamaremos a esta determinación de las Cortes?”[5] Este tipo de acciones, que no fueron poco frecuentes, ¿cómo se explican? Precisamente porque aquellos diputados se consideraban representantes de la voluntad general de la nación, y soberanos absolutos por encima de cualquier ley o decreto.

Aquellas ideas revolucionarias que inspiraron la Constitución de 1812 y la obra legislativa de las Cortes de Cádiz eran profundamente contrarias a todo aquello por lo cual había combatido el pueblo, es decir, la soberanía del rey –entendida en el sentido tradicional- y la religión. La prueba es la popularidad que tuvieron las medidas tomadas por Fernando VII a su regreso. Las ideas liberales apenas habían prendido, entonces, en una minoría. En cambio, entre el país en armas y los diputados realistas había una identificación total. Siendo así, ¿por qué los liberales consiguieron dominar las Cortes y redactar la Constitución? Una de las causas que lo explica es que los realistas tardaron en reaccionar, porque habían acudido con un espíritu de colaboración y “un deseo de reformas y buena fe que les hizo apoyar y aprobar sin mayor inconveniente todas las iniciativas reformistas hasta que, viendo el derrotero que las Cortes tomaban, comenzaron a oponerse, aunque ya tarde para rectificar la dirección inicial.”[6]

Además, los liberales recurrieron permanentemente al engaño para conseguir realizar su proyecto. El lenguaje que utilizaban trataba de ocultar el origen revolucionario de sus ideas. Cuando se nombró la comisión de Constitución, integrada por una mayoría de diputados liberales, entre los que se contaban Argüelles, Muñoz Torrero y Pérez de Castro, decidieron que se invitaría a la comisión a algunos sujetos instruidos externos a las Cortes, con derecho a voto en las decisiones que se tomaran. “Lo extraño del caso –y lo significativo- es que contra su propia decisión y acuerdo, tan sólo un individuo “de fuera” fue invitado a agregarse a la comisión: Antonio Ranz Romanillos.”[7] Este hombre había sido secretario de la Asamblea de Bayona y había traducido la Constitución de José Bonaparte al español. Al regresar a España se puso al servicio de rey francés, a quien juró fidelidad. Las Cortes extraordinarias, que en octubre de 1811 habían dado un decreto excluyendo de los destinos de regentes, Secretarios de Despacho y consejeros de Estado a quienes hubiesen jurado a José, nombraron el 20 de febrero de 1812 consejero de Estado a Ranz Romanillos, contraviniendo su anterior decreto.

Pero lo más indignante es que la comisión no elaboró el anteproyecto que presentó a las Cortes, sino que pidió a Ranz Romanillos el que este tenía formado, de clara inspiración francesa, y se dedicó principalmente a trabajar sobre él. Así, los artículos 2, 3, 4, 5 y 6 del capítulo II del Título I del proyecto de la comisión están traducidos directamente de la Constitución francesa de 1793 y de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Y cuando el diputado realista Gómez Fernández pidió que se ilustrara cada artículo del proyecto con la ley anterior en que radicaba, el presidente le contestó: “Aquí no nos hemos reunido para esto, sino para mejorar la Constitución”; y Calatrava, entonces secretario, añadió: “Es menester poner fin a estas cosas. Continuamente estamos viendo citar aquí las leyes, como si esto fuera un colegio de abogados y no un cuerpo constituyente.”[8]

De ahí la hipocresía del diputado liberal Toreno cuando en la discusión del proyecto se dirigía al Congreso con estas palabras: “si quiere establecer la libertad y felicidad de la Nación, menester es que declare solemnemente este principio (la soberanía nacional) y lo ponga a la cabeza de la Constitución, al frente de la gran Carta de los españoles; y si no, debe someterse a los decretos de Bayona, a las órdenes de la Junta suprema de Madrid,…” Se trataba de una gran ironía cuando el autor de “la gran Carta de los españoles” había sido precisamente Ranz Romanillos, un hombre sometido a los decretos de Bayona. Decir, como dijo Muñoz Torrero, que “sólo hemos tratado de restablecer las antiguas Leyes Fundamentales de la Monarquía” era falso, pues la comisión de Constitución presidida por él mismo jamás consultó –según se aprecia por sus Actas- las Leyes Fundamentales que decía pretender restablecer.[9]

Uno de los artículos de la Constitución que más claramente demuestran su corte racionalista y antitradicional es el artículo 12, que decía: “Se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional, luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan.” En la discusión de este punto el pensamiento centralista de los liberales quedó tan patente como la resistencia de los realistas a ser uniformados. Muñoz Torrero fue muy explícito: “Es menester que nos hagamos cargo que todas estas divisiones de provincias deben desaparecer, y que en la Constitución actual deben refundirse todas las Leyes fundamentales de las demás provincias de la Monarquía, especialmente cuando en ella ninguna pierde. La comisión se ha propuesto igualarlas todas. Yo quiero que nos acordemos que formamos una sola Nación y no un agregado de naciones.”[10] En la mentalidad de los diputados liberales, la concepción tradicional de España como conjunto de reinos unidos por los lazos de la monarquía y de la fe católica estaba completamente ausente, si no era para acabar con ella.



En conformidad con los artículos de la Constitución, las Cortes emprendieron una reforma en toda regla de la estructura de la sociedad. Declarada por la Constitución la igualdad de todos los españoles ante la ley y la obligación de todos ellos de contribuir al sostenimiento de las cargas del Estado, la acción de las Cortes contra el estamento eclesiástico se fue manifestando paulatinamente. Compensaban sus medidas con determinados pretextos –las necesidades del Estado- o aparentes contramedidas. Por ejemplo, el primer despojo de los bienes de la Iglesia fue acompañado del encargo de celebrar rogativas en todas las parroquias por el feliz éxito de la guerra; la extinción del voto de Santiago, de la declaración de Santa Teresa como copatrona de España; la supresión de la Inquisición, de las más fervientes demostraciones de religiosidad y el establecimiento de tribunales protectores de la religión. Se ordena que clero y pueblo voten juntos en pie de igualdad; se prohíbe en cada población la existencia de más de una casa de la misma orden o congregación; se suprimen los conventos que tengan menos de doce profesos; se prohíben las nuevas profesiones de religiosos, así como pedir limosnas para reedificar los conventos o monasterios destruidos por la guerra.[11]

En definitiva, las Cortes habían determinado que la religión oficial del Estado fuera la católica, pero habían quitado a Dios la soberanía, otorgándose a sí mismas la autoridad última sobre la sociedad. Por eso no es de extrañar que de ahí vinieran todas las persecuciones liberales que la Iglesia sufrió a lo largo del siglo XIX. Por tanto, la Constitución de 1812 no fue una recuperación de la tradición política española, sino el comienzo de la secularización de nuestro país, en una revolución que no se ha llevado a cabo sin grandes imposiciones y sin la resistencia de la sociedad cristiana en muchos momentos de su historia.


[1] SUÁREZ, F.: La crisis política del Antiguo Régimen en España,  Madrid, Rialp, 1988, pp. 30 – 31.
[2] El artículo tercero del anteproyecto redactado por los liberales rezaba así: “La soberanía reside esencialmente en la nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga”. En la discusión de este artículo, Muñóz Torrero, diputado liberal miembro de la comisión de Constitución, aseguró dogmáticamente que “ya no puede ponerse en duda la soberanía nacional, porque éste es un derecho declarado por el único juez legítimo, que es la misma Nación, y cuya voluntad general debe ser nuestra regla.” SUÁREZ, F.: Las cortes de Cádiz, Madrid, Rialp, 2002, p. 115.
[3] El hecho de que los eclesiásticos constituyan un tercio, de ninguna manera significa que el clero tenga una representación, como tampoco la tuvo la nobleza (aunque también hubiera algunos pocos nobles): ni los unos ni los otros estaban en calidad de tales, nombrados o designados por el clero o la nobleza. Ibíd., p. 54.
[4] Ibíd., p. 68.
[5] Ibíd., p. 93.
[6]Ibíd., p. 133. Los diputados realistas habían aceptado el decreto de 24 de septiembre en el cual se afirmaba que las Cortes estaban legítimamente instaladas, que la soberanía residía en ellas y que las renuncias de Bayona eran nulas por falta del consentimiento de la nación. Sólo el obispo de Orense, presidente de la Regencia, había sido capaz de entender que aquellas palabras eran lo suficientemente ambiguas como para ser interpretadas en un sentido revolucionario. Por eso, fue el único que desde el primer momento se negó a firmar el decreto, y también el primero en ser perseguido.
[7] Ibíd., p 97.
[8] SUÁREZ, F.: La crisis política del Antiguo Régimen en España, pp. 58-59.
[9] SUÁREZ, F.: Las Cortes de Cádiz, p. 115.
[10] Ibíd., p. 119.
[11] Ibíd., pp. 136, 137.