Julio II, de la familia Della Rovere, fue Papa durante una década, suficiente para que su paso por el pontificado dejase huella indeleble sobre el arte cristiano. Conocido por ser un condottiero, amaba, por encima de todo, la Belleza, y a él se debe el nacimiento de los Museos Vaticano. La historiadora del arte Sara Magister le ha consagrado un artículo en el número de junio de la revista de apologética católica Il Timone.

La otra cara del Papa guerrero

"El hombre sabrá vencer, ciertamente a través de la solidaridad recíproca, pero también a través de su ingenio. El ingenio del hombre que viene de Dios (...), por esto debemos tener fe y pedirle al Señor que nos haga usar lo mejor posible las capacidades que nos ha dado". El nítido análisis de la situación actual, expresada por el cardenal Camillo Ruini en una entrevista emitida el 18 de marzo por Tg2 Post, funda sus sólidas raíces en la tradición milenaria del humanismo cristiano.

Y este tiene uno de sus momentos más gloriosos en pleno Renacimiento, precisamente gracias a la obra promovida por un Papa, Julio II, en el corazón de la Iglesia católica, en el Vaticano, en torno al sepulcro de Pedro.

Julio II, en el siglo Giuliano della Rovere y Papa de 1503 a 1513, fue un hombre de acción, con una indudable capacidad de comprender, gracias a su mirada aguda y previsora, la concreción del mundo de su tiempo. Cada uno de sus actos estaba animado por la certeza de que la suya era una misión pedida por Dios, cuyos frutos volverían a Dios y a la Iglesia. Aun así, una cierta historiografía considera a este pontífice sólo en términos políticos, marcándolo ideológicamente con el apelativo de Papa "guerrero".

Rex Harrison interpretó a Julio II en "El tormento y el éxtasis" de Carol Reed (1965), que aborda las complicadas relaciones entre el Papa y Miguel Ángel durante la creación de la Capilla Sixtina.

Una definición demasiado limitada para un Papa que ha sido, en cambio, uno de los más grandes de la historia, y cuyas obras dejan aún hoy un signo indeleble en los ojos y en el alma de millones de personas.

El retrato

Es verdad, Julio II guió personalmente al ejército en los combates si con ello ayudaba en la defensa del territorio sagrado de la Iglesia; pero también nutrió la fe y la dignidad, llamando a Miguel Ángel para la Capilla Sixtina, a Rafael para la Escuela de Atenas, a Bramante para erigir la nueva y gloriosa Basílica de San Pedro, las espléndidas estatuas antiguas de Laocoonte y de Apolo  a fin de fundar el primer núcleo de las colecciones vaticanas. La lista podría continuar y un dato es cierto: estas no son interpretaciones historiográficas, son hechos.

Analicemos entonces los hechos concretos y veamos cuál es la imagen que este Papa quiso dejar de sí a través del genio de Rafael. Tras varias peripecias, el retrato de Julio II está ahora en Londres, aunque en estos meses ha vuelto temporalmente a Roma para la maravillosa exposición en las Escuderías del Quirinal.

Estamos en un fecha anterior al mes de marzo de 1512, y el Papa no teme presentarse al mundo como un verdadero hombre, con el rostro marcado por el peso de los años y los acontecimientos, pero no abatido. Su mirada, de hecho, es firme, está concentrado en sus pensamientos, en un momento de reflexión solitaria sobre una decisión que tiene que tomar. Está en la sala de las audiencias, como indica el trono solemne con dos grandes bellotas -símbolo de la casa Della Rovere- que resaltan en el respaldo.

Pero la celebración personal termina ahí, porque en primer plano aparece el sentido de responsabilidad que el Papa siente sobre sus espaldas y, sobre todo, las premisas morales que él puso como guía de cada una de sus acciones de gobierno y que consisten, especialmente, en un ponderado equilibrio entre fe y razón, determinación y sensibilidad. Cualidades que corresponden perfectamente a Julio II, hombre de espada, pero también promotor de las artes, y que se manifiestan en los gestos de las manos: con la izquierda agarra decididamente el reposabrazos de la silla y con la otra sostiene delicadamente un pañuelo.

Pero estos detalles, junto a su mirada reflexiva, parecen evocar también esas virtudes cardinales propias de todo soberano justo: prudencia, templanza, fortaleza y justicia. Las otras virtudes, las teologales, las vemos representadas en cambio en la genial síntesis cromática de todo el lienzo, centrado en tres colores: el blanco de la Fe, el rojo de la Caridad y el verde de la Esperanza. Son los mismos colores de los anillos que el Papa lleva en la mano derecha: demasiado en primer plano para estar ahí por casualidad y, extrañamente, sin el habitual anillo del Pescador.

Las estatuas

Este retrato-manifiesto, cuyo simbolismo era comprensible para un mundo acostumbrado a leer el arte en estos términos, encuentra correspondencia en las personificaciones de las mismas virtudes pintadas por Rafael en la biblioteca privada del Papa, la llamada Estancia de la Signatura o Sala de Firmas o del Sello.

A la derecha de la foto, La Escuela de Atenas, en la Sala de Firmas de las Estancias Vaticanas.

Desarrollando temas que ya hemos visto, también aquí la Fe y la Razón, la filosofía antigua y la teología cristiana se integran la una en la otra, con La Escuela de Atenas y La Disputa del Santísimo Sacramento.

Desde aquí el Papa podía extender su mirada hacía la ventana que está debajo de la imagen de la poesía, el llamado Parnaso, y ver en la lejanía, sobre la cima de la colina vaticana -su espacio de reposo y entretenimiento- el palacete del Belvedere.

El Palacio del Belvedere, confiado por Julio II a Bramante, germen y sede de los actuales Museos Vaticanos.

En su interior, en un magnífico patio-jardín creado ad hoc, Bramante estaba preparando para Julio II la primera colección de estatuas antiguas hospedada en los palacios pontificios. Era la primera vez que una colección no era concebida sólo para el placer personal de su propietario, sino para representar a la Iglesia a través de su belleza y la historia evocada por ella. Y la Iglesia, no una familia privada, tenía que ser la heredera. Las estatuas eran pocas, pero habían sido elegidas con cuidado por el Papa en persona entre las que habían sido halladas intactas en su tiempo.

Lacoonte y sus hijos, grupo escultórico fechado en torno al I a.C. o II d.C., descubierto en 1506 y catalogado gracias a la intervención de Julio II.

Se trata de obras maestras que aún hoy en día están en la cima de la lista de tesoros de los Museos Vaticanos: el Apolo del Belvedere, Laocoonte y sus hijos, los dioses fluviales del Tíber (hoy en el Louvre) y del Nilo, la Ariadna durmiente, la Venus Felix, Hércules y Anteo (que hoy está en Florencia), otra estatua de Hércules y algunos sarcófagos ilustrados. 
Estatuas dispuestas según un preciso diseño narrativo, que a los ojos de los visitantes del templo hablaban de mitos antiguos -entendidos como fábulas de las cuales todavía se podía aprender mucho-, pero que con su fulgurante belleza parecían devolver a la vida esa fase gloriosa de la historia de Roma, la época del emperador Augusto, durante la cual la Urbe era el centro del mundo.

Precisamente ese fue el tiempo en el cual nació Jesús, y en el que el suelo de la Ciudad Eterna se convirtió en suelo sagrado por la sangre derramada de los apóstoles Pedro y Pablo.

Al dar nueva vida a estas estatuas, Julio II no se limitó a una simple contemplación hedonista de la belleza antigua, o al anuncio de un programa puramente político, sino que hizo que se manifestara esa luz inconsciente, ya inherente, en esas obras maestras del ingenio humano, aunque no fueran cristianos.

Una luz, la del tiempo glorioso de la primera venida de Jesús, que finalmente se revelaba gracias al renacer de esas estatuas antiguas en el hogar de los Papas, en un espacio espléndido, lleno de naranjos y regocijado por el sonido de las fuentes: el Antiquarium del Belvedere, corazón generador de los Museos Vaticanos.

Traducción de Elena Faccia Serrano.