Sexo sin inhibiciones, delicias gastronómicas, muestras artísticas continuas y exhibición de la desnudez femenina como obra de arte: La vida de Adéle de Abdellatif Kechiche, ganador de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes, en principio parece un manifiesto del hedonismo, la traducción cinematográfica de la filosofía de Michel Onfray.

En realidad, es su radical confutación.


Sobre la película del director franco-tunecino había leído, el día después de la asignación del premio, una recensión en el Daily Telegraph que, ciertamente, despertaba la curiosidad. Resumiendo, decía: la moral de la película es que, además de hacer el amor, es mejor tener algo más que hacer.

No sé si en Cannes han decidido premiar la película como contribución a la obra general de canonización de la homosexualidad, uno de los productos y, a la vez, uno de los instrumentos de la hegemonía cultural relativista y de la dominante ideología del igualitarismo.

Lo que está claro es que la película es un verdadero apólogo moral sobre la imposibilidad de la felicidad humana, no a causa de los condicionamientos culturales, religiosos, psicológicos, etc., que los hedonistas y los relativistas denuncian desde siempre, sino debido a la escisión que cada ser humano tiene dentro de sí y que acaba, puntualmente, emergiendo y condicionando sus acciones.

No es culpa de Platón, y mucho menos del cristianismo.

No poner obstáculos de tipo moral o legal a la búsqueda del placer no facilita, en absoluto, la búsqueda y el logro de la felicidad porque, a pesar de todo, hay una fragilidad de fondo en el ser humano que hace que no sepa verdaderamente lo que quiere, impidiendo que su deseo dure. También cuando se le llama amor.

La moral de la película, no explícita pero que se puede intuir, y que el crítico del periódico británico, con su sentido práctico típicamente anglosajón supo captar, es verdaderamente que el amor pasional está destinado al fracaso y causa infelicidad, y que sólo un amor oblativo ofrece a la persona un poco de estabilidad emotiva y existencial.


La vida de Adéle está libremente basada en un comic cuyo título es El azul es un color cálido.



De la historia original queda sólo la exhibición de las relaciones sexuales – una minuciosa descripción visual y sonora de encuentro íntimos – entre las dos protagonistas, que en la película se llaman Adéle y Emma. Todo el resto ha sido cambiado.

Adéle es una estudiante que cursa el último año de instituto, que no ha sentido nunca atracción hacia las personas de su mismo sexo y que, repentinamente, experimento un flechazo arrollador por la masculina Emma, una artista de tendencia. Antes de acercarse a ella, oscila entre una historia con un chico y comportamientos lésbicos con una compañera de instituto. Después, el encuentro y la pasión, triunfalmente carnal, encuentra vía libre.

Adéle se enamora perdidamente de Emma y desea vivir en función de ésta. Empieza a ejercer de maestra mientras sigue estudiando para graduarse, su deseo de siempre. Un sentido de soledad en los momentos en que Emma está ausente la empuja a los brazos de un hombre. La compañera descubre todo y la echa de casa.

Adéle no se da paz, mientras hace que el trabajo la absorba, primero en un parvulario y después en el primer curso de una escuela primaria. Poco tiempo después, las dos mujeres conciertan una cita y Adéle intenta el todo por el todo, jugando la carta de la irresistible atracción sexual que sigue existiendo entre ellas. Pero Emma, aunque reconoce la unicidad de la experiencia pasional que las ha unido y que mantiene intacta su fuerza, resiste y se despide de ella: «Ahora tengo una familia», dice aludiendo a una ex compañera con la que ha vuelto a vivir y que tiene un bebé, que no se entiende bien cómo ha sido concebido. «Ya no te amo».


Durante toda la duración de la película, a la descripción caligráfica de los éxtasis carnales se alternan escenas de placer gastronómico convival: cenas y fiestas en las que se come y se habla de lo que se come con evidente satisfacción. Y que a menudo concluyen con un brindis colectivo: «¡Al amor!», dejando siempre la impresión de una mezcla de ironía y de drama inminente.

El ser humano lleva dentro de sí una herida, una fractura, una excisión, una duplicidad, una contradicción irresoluble.

La han narrado los poetas, las religiones, con el cristianismo a la cabeza, y la ha descrito el psicoanálisis.

Ovidio escribió: «Veo lo que es mejor, y lo reconozco como tal, pero me adhiero a lo que es peor».

El cristianismo formalizó la doctrina del pecado original, que resalta la imposibilidad para el hombre de ser coherente en las acciones con los juicios que le vienen de la conciencia moral.

Y Sigmund Freud descubrió el inconsciente como sede de una voluntad a menudo distinta y opuesta a esa conciencia del individuo, y la contraposición entre principio de placer y pulsión de muerte en la psique individual.

Esto basta para explicar el vagabundear sentimental de Adéle, que sucede a pesar del enorme vínculo de dependencia física y emotiva de Emma, y el desamor de Emma por Adéle, que no está dominado por la duradera atracción física.




¿Qué pasa entonces con el hombre y la mujer, destinados a transitar del éxtasis al dolor y a la infelicidad por una lógica implacable de las cosas?

El único destello que Kechiche indica es la abnegación de Adéle por sus niños. Una abnegación que no elimina el sufrimiento interior y físico del final traumático y traumatizante de la relación pasional, pero que se presenta de todas formas como espacio de la autorrealización de la persona.

Aquí a alguien no le gustará, pero no se puede dejar de decir que el final de la película hacen venir a la mente las palabras de Cristo: «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25).

Es una frase que llega al corazón de los creyentes, los no creyentes y los que dudan, y crea desazón, porque obliga a enfrentarse a una experiencia que no puede ser negada.

Tiene un alcance teológico indudable, pero se presta también a una lectura laica que acomuna creyentes y no creyentes: situar siempre en el centro de todo a nosotros mismos, nuestra propia búsqueda de la felicidad, es receta segura para la infelicidad; en cambio, situar en el centro afectos fuera de nosotros mismos, dedicarse al sentido de las propias acciones más que a la búsqueda de sensaciones, lleva al descubrimiento (o, mejor, al redescubrimiento) de una dimensión de lo humano que tiene como recaída el alivio, la paz y la satisfacción.


No es la búsqueda del placer lo que lleva a un placer duradero, sino la afirmación de un sentido de las cosas.

Sobre esto es muy claro ese gran hombre que está bajo el nombre de Viktor Frankl, el psiquiatra vienés hebreo que sobrevivió a Auschwitz y a Dachau, fundador del análisis existencial y de la logoterapia.

Frankl decía que en el ser humano la necesidad de sentido/significado es tan fuerte como el placer, y debe tener la precedencia si el hombre quiere aspirar a la felicidad.

Cesare De Monti ha sintetizado así el pensamiento de Frankl: «Cada realidad tiene un sentido; la vida no cesa nunca de tener un sentido, para nadie; el “sentido” es algo muy específico y cambia de individuo a individuo y, para cada individuo, de momento a momento; cada individuo es único, irrepetible, insustituible y cada vida tiene tareas y responsabilidades únicas que hay que descubrir y a las que se debe responder; es la búsqueda de las propias tareas y responsabilidades, y la respuesta que se les da, lo que crea un sentido; la felicidad, la satisfacción, la paz de la conciencia, son el resultado de esta búsqueda (no el fin y, por tanto, no lo que hay que buscar primariamente); el sentido de vacío y de inutilidad es inevitable si no se transciende a uno mismo, si no nos consagramos a algo (creatividad) o a alguien (amor); la suerte adversa no nos impide enfrentarnos al dolor como un prueba, un deber y un desafío: la actitud depende de nosotros».

Una bella lección para todas las Adéle de este mundo, porque no es ex cathedra: es un juicio sobre la experiencia que las Adéle hacen en la vida y que, por tanto, pueden reconocer pertinente.

Y que ayuda a entender hasta el fondo las famosas palabras de Papa Francisco: «Cuando la Iglesia está cerrada, cae enferma. La Iglesia debe salir hacia las periferias existenciales». Vale para la Iglesia, que conoce y anuncia el significado último; vale para cada ser humano, que también cuando no tiene fe intuye que debe trascenderse a sí mismo si no quiere equivocar la vía en el camino hacia la felicidad.

(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)