Con el Capitolio al fondo, el monumento a Washington configura la estampa más célebre de la ciudad que lleva el nombre del primer presidente de los Estados Unidos, George Washington (17321799).

El obelisco, de casi 170 m de altura, empezó construirse en 1848, doce años después de que el arquitecto Robert Mills (17811855) ganase el concurso para el diseño del monolito, que partió con un presupuesto de un millón de dólares. Sin embargo, no se concluyó hasta 1884, a causa de un parón cuyos orígenes cuenta un reciente artículo en el Catholic Stand.


La asociación promotora del proyecto se había dirigido a todas las naciones del mundo invitándolas a unirse al homenaje aportando bloques de mármol para elevarlo. El Papa Pío IX fue uno de los que quisieron contribuir a ello.

El 24 de diciembre de 1851, el encargado de negocios de Estados Unidos ante la Santa Sede, Lewis Cass, Jr., confirmó ese interés: "Tengo el honor de informarles", escribió dirigiéndose a la Sociedad para el Monumento Nacional a Washington, "de que Su Santidad el Papa me ha informado de su intención de contribuir con un bloque de mármol a la rección del monumento nacional a la memoria de Washington. El bloque se ha tomado de las ruinas de un antiguo Templo de la Paz, cercano al palacio de los Césares, y será inscrita en él la leyenda De Roma a América".

¿Por qué esa receptividad de Pío IX? El Papa quiso reconocer la actitud de Washington hacia la minoría católica, que suscitaba entre los descendientes de los primeros colonos gran animadversión. El 5 de noviembre de 1775 condenó la quema de retratos del Papa como algo "ridículo e infantil", y los insultos a la Iglesia como "algo monstruoso que no tiene por qué ser soportado ni disculpado". Y sus relaciones con el primer obispo norteamericano, John Carroll (17351815) fueron tan buenas que un siglo después el Papa León XIII, en su encíclica Longinqua de 6 de enero de 1895, elogiaba "al gran Washington" (n. 4), así como los buenos frutos de la "amistad y familiaridad" entre Carroll y él.


Así que el 20 de octubre de 1853 llegó a la ciudad el bloque de mármol regalo del Beato Pío IX.

Pero eso no gustó nada a una organización llamada Know Nothing [Los-que-no-saben-nada] que desde hacía una década extendía, sobre todo por las primitivas colonias, el odio anticatólico, personificado en la inmigración irlandesa. Que un monumento al primer presidente de la nación y gran símbolo de la misma estuviese construido sobre piedra papista, siquiera fuese un solo bloque, constituía una afrenta intolerable. El 6 de marzo de 1854 una banda de miembros de la organización se introdujo en el recinto donde se custodiaba el mármol vaticano, lo destrozaron a golpes cuanto pudieron, y lo que no pudieron lo tiraron al río Potomac. Nunca fueron capturados.

Poco después se hicieron con el control de la Sociedad Nacional para el Monumento a Washington, pero tras la catadura que acababan de demostrar, el Congreso rescindió la subvención de doscientos mil dólares para la construcción del obelisco, que quedó paralizada hasta que, años después de la Guerra de Secesión (18611865), los Know Nothing sólo eran un mal recuerdo.


Cuando en 1884 fue rematado, en 1885 dedicado y en 1888 abierto (el interior es visitable e incluye escalera y ascensor), en la Roma eterna ya no estaba Pío IX, sino León XIII.

Quien, como haría respecto a Francia, compatibilizó la aceptación del orden constituido (los citados elogios a George Washington, por ejemplo) con una clarividente mirada a los fundamentos filosóficos de dicho orden, que en la citada encíclica Longinqua incluía el rechazo a que el modelo sociocultural y político de Estados Unidos pudiese ser considerado el ideal político católico. No en vano él lo había delineado en otras encíclicas como Inmortale Dei, Diuturnum illud o Libertas. Para que no hubiese dudas.