El pasado 26 de abril falleció el P. José Antonio Sayés y su legado nos invita a la reflexión para garantizar, además de que sus aportes sigan siendo conocidos, un buen relevo generacional porque el hueco que deja no será fácil de llenar. A diferencia del P. Jorge Loring S.J., a quien tuve el gusto de saludar personalmente en 2007 en el aeropuerto de la Ciudad de México, no conocí ni a Sayés ni a Carreira, pero soy de esos jóvenes-adultos que los descubrieron a través de sus videos en YouTube.

Vivimos en un contexto en el que los jóvenes (y no pocos adultos) tienen muchas dudas sobre la fe y no encuentran tan fácilmente personas que se las puedan responder de forma clara, amena, cercana, equilibrada y fiel. Lo que me lleva a pensar que nos toca formar un relevo generacional que ocupe las vacantes de Loring, Carreira y Sayés. Nunca en el sentido de generar fotocopias, porque cada época necesita de sus propias personalidades con la debida dosis de originalidad, pero reconociendo que hay elementos que no cambian como, por ejemplo, la fe, el amor a la Iglesia, la apertura a la razón, la cultura, el compromiso con los sectores vulnerables, etc. Aspectos de los que dichos sacerdotes estaban sobrados.

Necesitamos una nueva generación de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que sepan vivir y transmitir la fe. Perfiles que sean “muy maestros”, como decimos en México. Por eso, vale la pena preguntarse, ¿de qué estaban hechos Sayés y compañía? Ese tipo de personalidades no nace por generación espontánea. Sin duda, se tienen que dar varios ingredientes y debemos cuestionarnos si con la pastoral actual lo estamos favoreciendo o no. Es verdad que la Iglesia necesita diferentes tipos de personas, métodos de evangelización, estilos y modos, pero la parte intelectual y docente no puede faltar. A veces, uno tiene la impresión de que la pastoral con los jóvenes se reduce a un dibujo, un micro tema y un exceso de dinámicas de integración, cuando, en realidad, se necesita una comunidad que sirva de trampolín para insertarse en el mundo de hoy como bautizados comprometidos. Es decir, un grupo en el que se puedan compartir la formación (sólida y, por lo tanto, libre de complejos o confusiones), la oración, el apostolado y la convivencia, de modo que puedan suscitarse nuevas vocaciones y, con el tiempo, maestros(as) de espiritualidad.

Habrá el que diga “que ya no hay de esos perfiles”, pero el que esto escribe piensa en positivo y tiene la certeza de que si formamos maestros de espiritualidad los habrá también para el siglo XXI. ¡Manos a la obra!

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