“José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”. (Lc 2, 33-35)

 

La fiesta de la Sagrada Familia, que la Iglesia siempre sitúa en el primer domingo después de la Navidad, nos invita a reflexionar sobre la vida familiar que cada uno está llevando, entendiendo por familia también a los ancianos y a los tíos, y no sólo a los propios hijos o a los esposos.

Todos sabemos que hoy la familia atraviesa una gran crisis, con muchos problemas derivados de la incertidumbre acerca de cuál es el papel que deben jugar los padres, cuál el de los hijos y cuáles son los límites de los derechos de unos y de otros. No es fácil la convivencia y por eso son cada vez más el número de familias rotas. Por eso, el objetivo de esta semana es el de construir o reforzar las relaciones de amor partiendo del respeto a los derechos del otro sin que eso signifique abdicar de los derechos propios. Para ello conviene conjugar dos principios básicos. El primero es el de que toda convivencia implica sacrificio, aunque también lleva aneja la existencia de buenos momentos; no se puede pretender vivir en familia sin amor y no se puede pretender amar sin aceptar la cruz; además, si se elige no vivir en familia, hay que tener en cuenta que también ahí hay sacrificios, el de la soledad por ejemplo. El segundo principio es el de que todo tiene un límite y cuando ese límite se sobrepasa se pueden recurrir a medidas extraordinarias que la Iglesia permite; pero hasta llegar a ese límite normalmente hay un largo camino que hay que recorrer, con paciencia, con generosidad, con inteligencia.