El padre Miguel de Bernabé no es que hiciera cosas espirituales, es que él lo era; de modo que, cuando hablaba, entretenía, instruía o enseñaba a sus discípulos ─hasta en el arte de la diversión─ se notaba, sin necesidad de expresarlo, que su referencia era Cristo y el Evangelio, y transmitía su amor a Dios; pero todo esto sin afectación ni lenguaje artificioso, sino con la naturalidad y alegría del que centrado en Él, vive lo que enseña.

            Era constante su ejemplo y empeño en resaltar entre los cristianos el Mandamiento Nuevo de amarnos los unos a los otros como Cristo nos ama, designado por el Señor como señal de identidad de los cristianos, y reprendía con afecto, aunque con firmeza, las faltas de amor al prójimo que observaba.

            Enseñaba cómo se alcanza la felicidad amando a Dios con una alegría tan contagiosa que todos buscaban su compañía. En las tertulias a las que asistía, bastaba echar un vistazo al salón lleno de gente para saber con seguridad en qué grupo estaba: en el grupo con más risas, más animado y alegre, allí estaba él.

            Los domingos, después de celebrar misa, era frecuente verle llegar con una cuartilla en la mano recién escrita. Quienes con él estaban sabían que aquello eran sus reflexiones después de celebrar la Eucaristía y que serían un regalo. Solía decir, que a punto había estado de tirarlas a la papelera porque no le parecía que valieran nada; pero, ante la duda de si podían ayudar a otros, humildemente, en un gesto de delicada generosidad, por amor a Dios y por lo que pudiera servirles, exponía con pudor su alma a la vista de quienes le escuchaban. Como comentan quienes vivieron aquellos momentos: «Cuando nos las leía, con aquella voz suya, pausada, marcando con leve énfasis lo importante..., quedábamos como embobados por las cosas que decía, y nos elevaba el espíritu a la vez con suavidad y entusiasmo hacia Dios, con sólo dejarnos llevar por sus palabras, su tono..., y lo que de amor a Él nos transmitía».

            Incansable apóstol, habló de Dios «a tiempo y a destiempo». Desde los comienzos de la formación de aquellos primeros jóvenes, como hemos dicho, rara vez comía solo, ya que consideraban un privilegio acompañarle y disfrutar de su amena y siempre interesante conversación y de sus enseñanzas. Ya enfermo de muerte, en Urgencias del último hospital que le acogió, consumió casi sus últimas fuerzas queriendo ganar para Dios a los médicos que le atendían.      

Los Tres Mosqueteros

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