EL CLERO PARROQUIAL A TU SERVICIO
                Me voy a permitir hoy el gusto de hablar del clero parroquial. Pido perdón porque yo soy uno de ellos. En la Iglesia, por la gracia de Dios, abundan sacerdotes pertenecientes a las variadas instituciones, movimientos, asociaciones, etc., que trabajan incansablemente en parcelas importantes del Pueblo de Dios. De algunos ya hemos hablado en otra ocasión. Hoy voy a referirme al número elevado de sacerdotes que desempeñan, desempeñamos, nuestros ministerios en todos los rincones donde una grupo de cristianos se reúnen en torno a una Parroquia y necesitan nuestra ayuda.
 
                Este clero parroquial (párrocos, coadjutores o vicarios y colaboradores), mantienen la labor evangélica, el ministerio pastoral, allí donde la Iglesia lo precisa. Sea en una parroquia urbana, sea en un pueblo pequeño, o en un caserío perdido entre montañas. Debo decir que este clero, al que conozco bien, merece una consideración especial. Salimos del Seminario, en donde se ha vivido varios años en comunidad, a ejercer el ministerio un poco a la intemperie. No digo “solos ante el peligro”,  porque los sacerdotes nunca estamos abandonados ni de Dios ni de la Iglesia, pero sí en una necesaria soledad que ha de llenar con Dios y con las almas, con la oración y la celebración, con la Eucaristía y la Palabra, con los niños, los jóvenes, los matrimonios, los ancianos, los enfermos y necesitados.
                Desde que el niño nace hasta que la persona entrega su alma a Dios tiene un sacerdote cercano que le presta la ayuda de la Gracia. Y la labor del clero parroquial no tiene ni días ni horas. Es un servicio permanente. Ahora casi no, pero ¡cuantas noches hemos tenido que interrumpir el sueño para administrar a un moribundo, o para consolar a una familia que acaba de perder a un ser querido! Y uno lo hace porque la vocación lo exige así. Y se hace con gusto. No hay días festivos. Estos días son los de más ocupación, y los de más gozo por ver a los fieles que se reúnen en torno al altar para celebrar la Misa dominical.
                Es verdad que la soledad no es buena consejera, pero esa soledad es necesaria para buscar el encuentro con Dios, para estudiar, para descansar. La familia no siempre puede atender al sacerdote. Los padres no son eternos, ni tampoco pueden seguir al hijo sacerdote a todas partes. En realidad nuestra familia son nuestros compañeros, nuestros feligreses, los niños que vienen a la catequesis, las personas que colaboran en las actividades… Hay que caminar por la vida con las antenas desplegadas, para saber donde se puede o no se debe pisar. A esto se le llama prudencia. No todo el mundo ve en el sacerdote al Ministro de Dios. Muchos se perdieron por una imprudencia, por falta de delicadeza en algunas personas que se quedaron en el hombre sin ver en él a Cristo. En los pueblos hay de todo y, generalmente, al sacerdote se le escudriña con lupa para ver lo que hace, oír lo que dice, y muchas veces criticárselo todo. No se le suelen perdonar los fallos. Siempre hay quien condene y esté dispuesto a “lapidarlo”. Se le exige una perfección muchas veces sobrehumana. Y no somos ángeles, aunque debemos ser santos.
                La labor en las parroquias es bonita pero delicada. No solo es responsable el sacerdote de la comunidad parroquial. El es el servidor, pero todos somos corresponsables y servidores. Hay que ayudar al sacerdote a ser sacerdote. Una corrección delicada y oportuna hace muchísimo más que una queja o una crítica. Y siempre hay que ser agradecidos y rezar por él, rezar por nosotros. Lo necesitamos sobre todo en esta sociedad tan materialista y descreída, que solo sabe consumir y utilizar, y poco amar, perdonar y colaborar.
                Cuando todos esgrimen sus derechos debemos pensar un poco en que los sacerdotes también tenemos derechos, no solo deberes. Y un derecho fundamental que tenemos es que se nos respete, se nos ayude, se nos defienda, y se nos mire con buenos ojos. ¿Es mucho pedir? Más de un sacerdote se ha perdido por la imprudencia de alguien que se acercó a él con no recta intención. Y una vez hundido le viene encima todo el peso de la crítica y el desprecio. Hay que ser más justos.
                No estaría mal que sonriamos sinceramente al sacerdote que vive cerca de mí, en mi Parroquia, o se cruza en mi camino. Posiblemente estaremos con ello estimulando y santificando una vocación.  Gracias a vosotros, y para vosotros, somos sacerdotes en cualquier rincón del mundo. Merece la pena dar la vida por llevar a Dios a cualquier alma que lo necesita, aunque sea en el último rincón de un pueblo perdido, como le ocurrió al santo cura de Ars. Gracias por todo.

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Juan García Inza