Ahora que la Cuaresma entra en su recta final para adentrarnos en Semana Santa y el Triduo Pascual me asalta el pensamiento, más bien certeza, de saber que en este tiempo de gracia en el que la Iglesia pide la reforma de los corazones y las personas, me queda todo por reformar de mi mismo, cosa que sólo el milagro de la Resurrección puede hacer en mi, pues no soy más que puro impedimento. 

Gracias a Dios la Cuaresma no se trata de pulir defectos, de una ascética de la virtud por la virtud, sino más bien de aquello de misericordia quiero y no sacrificios.

Aún así si algo nos enseña este tiempo es a quitarnos de encima los pesos muertos y las cadenas que nos retrasan en el camino. Una vez me explicaron que en cierta medida somos como un buque al que  a fuerza de navegar por el mar, se le pegan más y más cosas en el cascote, que van poco a poco retardando su marcha. Cuaresma sería librarnos de aquello que se ha pegado al cascote, pero que no es parte del barco, y ahí entran defectos, apegos, miserias y pecados varios.


Pero se puede ir más allá, y no sólo eliminar lo que se ha pegado, sino intentar ir a la raíz de las cosas, y para eso usaríamos el símil del mantenimiento que se hace a los grandes aviones comerciales, los cuales cada cierto tiempo, son desmontados y revisados pieza por pieza, para luego ser reensamblados y volver a volar.

De la misma manera, sería de lo más saludable poder desconstruir el edificio del cristianismo que nos hemos montado, para poder volver a montarlo otra vez, más limpio, engrasado y revisado de lo que estaba antes. Porque lo que está claro es que las instituciones, igual que las máquinas, igual que las personas, se anquilosan por el uso, toman inercias y querencias, tendiendo además a acumular cosas de más, de las que se pegan al cascote.

Viéndome a mí mismo, a veces no puedo evitar hacer el paralelismo y mirar a la Iglesia y pensar cuantas cosas le pueden sobrar para ser más genuina. A mí me pasa, a mis hermanos les pasa, si a todos nos pasa, no es de extrañar que a la Iglesia le pase y esto no riñe con saberla tesorera del depositum fidei.

Hay momentos en que uno de repente ve su comunidad con ojos de afuera, con un poco de perspectiva, y en un cierto sentido se le caen los palos del sombrajo al darse cuenta que muchas prácticas que le parecen lo más normal del mundo y hasta indispensables, no son más que maneras de hacer las cosas.

Un siempre polémico ejemplo es el caso de la Eucaristía y las prácticas litúrgicas mediante las que la celebramos. En estos días recordamos la Última Cena  y el sacrificio de la Cruz, y ambos son rememorados eficazmente en todas y cada una de las Eucaristías que se celebran. Si repasáramos todas las eucaristías celebradas en la tierra, desde la época de los hechos de los apóstoles en las que se mezclaban con el ágape fraterno, hasta nuestros días con el novus ordo y el vetus ordo, veríamos que la Eucaristía ha sido y será la misma, una sola, como uno solo y de una vez por todas es el sacrificio de la Cruz.


A veces tengo la sensación de que en nuestras tradiciones y prácticas adolecemos un poco del síndrome de Diógenes, como aquellas pobres ancianas que de vez en cuando encuentran en sus casas con toneladas de basura y cosas que han ido acumulando obsesiva durante los años, hasta el punto que les de no dejarles apenas espacio habitable en su vivienda.

Qué contraste con ese Cristo desnudo y despojado de todo que vamos a celebrar en estos días, que no tenía más que una túnica y unas sandalias y que murió en la pobreza, dureza y austeridad del altar del monte Gólgota.

Dios, al morir en Cristo, de alguna manera se desconstruyó. Tuvo la valentía y la audacia de hacerse niño, y someterse a las leyes del crecimiento, a la tutela de San José, a la maternidad de María, a ser carne humana. Teniéndolo todo, volvió al principio, para hacerlo todo nuevo.

Qué manera más genial para todo un Dios de reinventarse, de abrazar la pobreza existencial más radical, de humillarse para ser despojado totalmente, por amor de sus hijos.

Por eso en la Semana Santa de pasión de Jesucristo hubo muy poco de ascetismo cuaresmal, y mucho del extremo acto de amor de dar la vida por sus amigos.

Y Dios por medio de la cruz, en Jesucristo, reconcilió al mundo consigo mismo en una fascinante carambola en la que el mal y la muerte se transformaron en victoria en el amor que todo lo vence, y por eso con El diremos aquello de “feliz culpa que nos mereció tal redentor” en el pregón pascual este sábado, porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.

Ese es el milagro de Dios, el milagro de la encarnación, la primavera de la resurrección que nos aguarda, y el misterio insondable de todo un Dios reinventado que asume nuestra humanidad. Ojalá podamos ser desconstruidos en Cristo para luego resucitar con El. Sé que esto duele, y que a nadie le gusta vivir la Cuaresma de su propio pecado y su necesidad de salvación, porque nos gustaría salvarnos a nosotros mismos, mereciendo lo que no se puede merecer, el don de Dios.

Pero El, que conoce todo y asumió plenamente la humanidad, hará de nuevo la carambola, renovando todo una vez más y por siempre.

«El que estaba sentado en el trono dijo: «¡Yo hago nuevas todas las cosas! [..] Ya todo está hecho. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tenga sed le daré a beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que salga vencedor heredará todo esto, y yo seré su Dios y él será mi hijo. » (Apocalipsis 21, 5-8)