En estos días de Semana Santa, se cumplen cuatro años del azote que supuso para todos el COVID, una epidemia que hizo temblar todas nuestras seguridades. Cuando creíamos que nuestro desarrollo científico había adquirido un poder divino, cuando nos sentíamos dioses y creadores de nuestro paraíso, de repente, nos sentimos amenazados, desarmados, temerosos y aislados. La muerte se hizo presente de forma masiva como jamás habíamos visto en nuestra generación: millones de fallecimientos en el mundo, algo más de cien mil en España; por estas fechas, finales de marzo, principios de abril, cientos de fallecimientos diarios. Coincidieron las fechas con una Semana Santa en la que fuimos conscientes de que no éramos dioses.  Por primera vez la plaza de San Pedro en Roma aparecía desierta, imagen elocuente de la soledad de las otras muchas plazas y del propio ser humano.

Aquello se olvidó y volvimos a la “normalidad”, si es que se puede llamar así a la situación actual. Para la mayoría de los jóvenes, Semana Santa es el nombre de unas vacaciones escolares y poco más: tal vez con el añadido exótico de algunas procesiones sin que se reconozcan ni los personajes ni los acontecimientos.  Algo similar ocurre con los adultos, si bien para muchos de ellos queda en el recuerdo algo de lo que asimilaron en su juventud; con todo, no deja de ser algo cultural, atractivo para algunos, indiferente para la mayoría y para otros, algo repulsivo y censurable.

Me pregunto qué es lo que significa de verdad para los cristianos más allá de unas fiestas litúrgicas y del recuerdo de unos hechos históricos en el que el personaje central, Jesucristo, un buen hombre, modélico por supuesto, fue crucificado de modo cruel e injusto. Tal vez, a fuerza de costumbre, hemos perdido el sentido profundo y el asombro de lo que aconteció en lo que fue la semana más importante de la historia.

Quizá para ello sea necesario tomar conciencia de lo que significaba ser hombre y del concepto de Dios antes de la aparición del cristianismo.

En la antigüedad, la vida excelsa era aquella en la que se triunfaba mediante el poder, la fuerza, las riquezas, la fama, la astucia etc.  Quien no lo conseguía era un pobre hombre, mediocre, o lo que es peor, un esclavo. Quien lo conseguía en grado máximo eran los héroes.

A su vez, los dioses eran la proyección de esos deseos y ambiciones humanas llevadas a su máxima expresión:  tenían las mismas pasiones de poder, envidia, lujuria, riquezas etc.  A ellos acudían los humanos para pedir su protección o hacerse partícipes de esas ambiciones. 

El vínculo común es el deseo y la eficacia del poder. No existe la compasión, ni la misericordia por era lícita la venganza sobre el enemigo traducida en  cualquier tipo de despojo, tormento, esclavitud o muerte. La norma de conducta era “ojo por ojo”.

La aparición de Jesús en la historia supone la transmutación de esos valores: la pobreza frente a la riqueza, la humildad frente a la soberbia, la mansedumbre frente a la ira etc. Ya no es la voluntad de poder, sino la de servicio, de entrega total incluso de la propia vida. Una locura para la mente humana por ello Nietzsche dijo que, tras la muerte del Dios cristiano, - más bien del asesinato-, había que cambiar los valores y ser como dioses.  El Superhombre debía ocupar su lugar y establecer qué es el bien y el mal,

Con la llegada de Jesucristo, todo lo que antes era desechable tiene sentido: los pobres, los mansos, los que sufren, los perseguidos, los hambrientos, los injustamente tratados, los pacíficos, los humildes son los que están viviendo una vida plena. Es la impresionante lección que nos legó, primero con su ejemplo y luego con su palabra. Pero más allá de un afán pedagógico, es su modo de ser, Jesús no está impostando cuando lava los pies, sino mostrando en qué consiste la vida cristiana, qué debemos hacer para ser “otro Cristo”.          

A partir de entonces también cambia el concepto de Dios: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre…” (Juan 14, 9). Lo que define a Dios no es el poder, sino el amor: por amor nos creó, se encarnó y nos redimió. El amor de Dios es gratuito, no depende del comportamiento de los hombres, sino que brota de la misma esencia de Dios. Así se explica que en el cristianismo se pueda merecer el cielo en el último momento, como ocurrió con el primer santo: el Buen Ladrón.

El hijo pródigo, el pecador que se convierte, etc., es lo que más alegría produce en el cielo. Y podemos preguntarnos: ¿pero en el cielo puede producir alegría este tipo de personas? Sí porque Dios, además de amor, es humilde, otra novedad del cristianismo. La humildad no consiste en reconocer la superioridad de otro ser, eso es honradez, sino en inclinarse respetuosamente ante el ser más pequeño y amar la grandeza de su pequeñez. Esto es locura humana, pero es la lógica del amor cristiano, la que nos enseñó el Maestro y la que siguieron tantos santos con su entrega a los pobres, desvalidos o pecadores.

Ser cristiano es aspirar a ser otro Cristo, como dice San Pablo: “vivo yo, más ya no yo, sino Cristo que vive en mi” (Gálatas 2,20). La Semana Santa es una ocasión muy especial para “tener los sentimientos propios de Cristo, el cual siendo Dios no alardeó de su condición divina, sino que se anonadó tomando la condición de siervo; hecho hombre y mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz “(Filipenses 2, 5).

Lo nuclear de la Semana Santa es incomprensible para la mentalidad contemporánea. Nada nuevo si recordamos los orígenes cuando los judíos pedían milagros y los griegos sabiduría, pero Pablo solo les predicaba a “Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (I Cor. 1, 21).

La alternativa es claudicar, renegar de los valores cristianos y adorar a los nuevos dioses y sus valores entre los cuales no está la compasión, la misericordia ni la salvación. Nos jugamos mucho en la Semana Santa, no solo nuestra autenticidad de cristianos, sino la pervivencia de nuestra cultura.