La sola idea de ofrecerle algo a Dios parecería un sinsentido. Él lo crea todo y, por lo tanto, lo sostiene todo en la existencia. Todo, absolutamente todo, está ya en sus manos. ¿Qué podemos darle que no sea ya suyo? ¿Qué podemos ofrecerle que no le pertenezca? Pretender darle algo, lo que sea, sería tan sólo como cambiar los muebles de lugar.

El auténtico sacrificio

Desde antiguo, se entiende el sacrificio como el hecho de ofrecerle algo a Dios. Generalmente, lo sacrificado —un ser vivo o algún objeto— se destruye, sustrayéndolo así del dominio de los seres humanos. De esta manera, nadie podrá hacer uso de aquello que ahora es sólo de Dios. Pero, ¿es que un Dios creador puede complacerse en la destrucción de las cosas que Él mismo, con tanto amor, ha creado?

Para que haya un auténtico sacrificio, es decir, un auténtico ofrecimiento de algo a Dios, debe haber una novedad en ese acto. Debe dársele algo que, de partida, no le pertenezca. Debe otorgársele algo que no haya salido exclusivamente de sus manos.

Novedad en la creación

Esa novedad está marcada por el amor que brota de la libertad. Un animal no es libre, por lo tanto, es incapaz de amar. Sólo el ser humano y los ángeles somos capaces de aportar esa novedad a la creación. Sólo las creaturas racionales somos capaces de poner en el mundo algo que no haya salido exclusivamente de las manos de Dios. Ciertamente, Dios nos sostiene en cada acción libre que realizamos, pero esas acciones realmente son nuestras, al punto de que podrían no darse si nosotros no lo quisiéramos.

El amor, por esencia, debe ser libre. Si no es libre, no es amor. Y esa libertad evidentemente supone un riesgo, pues uno puede elegir no amar a Dios, como de hecho ocurre. Sin embargo, sin este riesgo no habría una auténtica novedad en la creación; no habría algo que Dios no tendría a menos que la creatura libremente quisiera dárselo.

Esto le da un nuevo sentido al sacrificio. De nada sirve ofrecer las piedras más preciosas si ese acto no se hace con amor. Es más, la acción más pequeña y ordinaria, hecha con un amor extraordinario, vale más que grandes y vistosos ofrecimientos vacíos. Por eso Dios miró con más agrado la ofrenda de Abel que la de Caín. Por eso Dios encontró más favorable la moneda que esa anciana arrojó en el templo —la única que tenía—, frente a las grandes cantidades que los otros daban de lo que les sobraba.