La película de culto de los años cincuenta, "El crepúsculo de los dioses", cuenta el cambio de paradigma que supuso la evolución del cine mudo al cine hablado y la dificultad de algunas estrellas para aceptar y digerir la evolución, como la protagonista Norma Desmond, interpretada por una magistral Gloria Swanson, que sueña con volver a un mundo desaparecido y superado. Esta metamorfosis tan radical en el cine y tan mal digerido por las viejas glorias, me inspira reflexionar sobre el cambio monumental que supuso el Concilio Vaticano II y cómo hay todavía algunos que siguen pensando que fue una catástrofe para la cristiandad. En la cinta, la protagonista vive el delirio de escribir un guion que la devuelva a la primera fila de las estrellas, en el mundo acabado que nunca volverá del cine mudo y que ella se niega a abandonar. El concilio Vaticano II, supuso, ante todo, la gran revolución de poner al sacerdote de cara al pueblo y de abandonar el latín, que hacía ya mucho que nadie entendía, para hablar en la lengua vernácula de cada territorio. Se liberó a la fe del gesto misterioso y ancestral para dejarla volar en brazos de la palabra, se reorganizó y se simplificó el gesto para enfocar y ensalzar la palabra. Gestos y palabras fueron fundamentales y complementarios en el ministerio salvífico de Jesús y es que, unos no pueden explicarse sin los otros. Los milagros y actos de Jesucristo no hubieran tenido sentido sin la explicación catequética; su predicación no hubiera tenido mayor fuerza sin los milagros; su palabra no hubiera sido coherente sin su muerte en la cruz y su resurrección. El gesto preconciliar era misterioso, oscuro y cerrado y la palabra era indescifrable. El concilio trajo la apertura del libro, la explicación catequética, la comprensión del gesto compartido, cercano y sencillo. 

No, no podemos volver a paradigmas antiguos, ni para dar impulso para afrontar el futuro incierto.

Pero, es verdad que muchos interrogantes quedan abiertos, después de cincuenta y cinco años del evento conciliar. Y es que la palabra no ha conseguido frenar la increencia de nuestro siglo y el gesto ha perdido la fuerza y atracción de lo misterioso y trascendente para quedar vacío de contenido y visto desde lejos como un fósil anacrónico. No quiero decir que la precaria situación de la fe en el mundo occidental sea producto del aggiornamiento conciliar, porque sin aquel, la situación ahora sería mucho más insostenible, sino que las grandes esperanzas que suscitó la ventanas abiertas de aquel entonces, se han venido abajo en un caótico mar de confusión. Ni el sólido carisma de San Juan Pablo II, que introdujo a la iglesia en el nuevo milenio con estabilidad y emoción, sorteando atentados y acabando con ideologías tiránicas, ni el viacrucis del intelectual Benedicto XVI, que sostuvo con su propia vida una iglesia desangrada por la peste infecta de los abusos, ni el humanismo cercano de Francisco, que quiere “una iglesia de los pobres” y “en salida”, pero que corre el riesgo de convertirse en una ONG, sin templo al que volver, ni criterio propio, han conseguido mantener a la iglesia como el gran referente filosófico, moral y espiritual, con el que la sociedad actual quiera dialogar e intercambiar sabiduría y verdad.

Siempre podemos conformarnos con los grandes tópicos que nos acomodan al asiento de un espectador seguro y tranquilo, sabedor de que lo que ocurre en la pantalla no terminará por salir de ella. Así, podemos refugiarnos en el consabido “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” y seguir complacidos en nuestra burbuja; o “no es la cantidad, sino la calidad, lo que importa”, cuando la mediocridad lo invade todo; o “el triunfo de la iglesia no es progresivo, sino que el final llegará cuando seamos muy pocos” y nos refugiamos en cobardes “opciones benedictinas”; o “denunciamos y anunciamos la verdad y por eso nos rechazan”, cuando en realidad, el mayor reproche que se nos hace es nuestra poca coherencia.

No es mi intención pintar un cuadro derrotista y tremendista, pero sí pintar grueso y excesivo para hacer un poco de autocrítica. ¿Cómo es posible que siglos de cristiandad apoyados en el gesto y la autoridad hayan sido dilapidados por cincuenta y cinco años de palabras? ¿Es que nuestros gestos están vacíos o lo están nuestras palabras? ¿Es que no queda otra posibilidad que resignarnos a ser contemplados cómo la última frontera de la superstición? ¿Es que las palabras se las lleva el viento? ¿Es que nuestras obras son insuficientes o baldías?

En estos años, quisimos predicar a un Jesucristo cercano y humano y simplificamos su figura a un gran psicólogo, un revolucionario o al primer comunista de la historia. Quisimos predicar una iglesia abierta y social y la redujimos a un club social o a una ONG. Quisimos racionalizar la fe y dinamitamos el poder misterioso e indómito del Espíritu Santo. Quisimos alejarnos del miedo al infierno y acabamos vaciando al pecado de responsabilidad. Quisimos sacudirnos la resignación y el temor y abandonamos la cruz en manos del prójimo. Quisimos ser felices en esta tierra y nos entregamos a los placeres mundanos. Quisimos libertad y acabamos relativizando todo.

No todo es así, por supuesto, ni la explicación es tan fácil. Pocos cosas hay en este mundo de sencillo diagnóstico y solución. Pero lo que está claro es que, en Europa, las vocaciones sacerdotales son “rara avis”, los conventos se mueren y las templos se vacían. ¿Los gestos no son coherentes con la palabra o la palabra no va acompañada de obras? ¿Ni las palabras ni las obras son poderosas? Las grandes preguntas del concilio, “iglesia ¿Qué dices de ti misma y que le dices al mundo?” siguen más vigentes que nunca.

Y para colmo sobreviene esta pandemia con el cierre de iglesias, el miedo en el cuerpo y las nuevas tecnologías, para complicar el mosaico. Pero por mucho que el presente y el futuro sean complejos, no debemos mirar atrás como la mujer de Lot, o como el pueblo de Israel que ante las dificultades del desierto, recordaban los ajos y cebollas que se comían en la esclavitud de Egipto. Sólo vale mirar hacia adelante y buscar que nuestros gestos y palabras transmitan verdad, sabiduría y esperanza.

Muchos ponen el acento en métodos y tácticas, otros en transmitir valores y ser buenos y otros en el poder de la oratoria y de la intelectualidad. La verdad es que San Pablo confío en su oratoria en el discurso en el aerópago y fracasó , San Pedro puso su confianza en su honestidad y fidelidad y traicionó al maestro y cuando los apóstoles se lanzaron a predicar en Pentecostés, no siguieron plan ni método alguno. Para evangelizar, para sacar a la iglesia del siglo XXI del pozo desértico en el que se encuentra, para reavivar los cimientos de una iglesia apartada de la vida del ciudadano actual, hace falta algo más que moral, oratoria o métodos, hace falta el poder del Espíritu Santo. Hace falta que nuestros gestos y palabras estén llenos de verdad, de Espíritu y de unción. Hace falta que nuestros gestos y palabras tengan la verdad como guion, el Espíritu como actor principal y el amor de Dios como mensaje.

No es una película fácil de construir pero no depende de nosotros, sino del poder del director. Nosotros solo podemos ofrecernos, rezar y confiar. Dios lleva la historia y siempre saca provecho de las crisis. No hagamos como la protagonista de la película que no acepta ni entiende el cambio de paradigma, aferrándose al pasado, y avancemos dispuestos a despojarnos de los antiguos esquemas aunque la incertidumbre del nuevo camino nos incomode. La iglesia del siglo XXI será la iglesia del Espíritu Santo o no será nada. Es posible que estemos viviendo el crepúsculo de la historia de la iglesia. Según esto, los primeros tiempos de persecuciones y de definición del dogma cristológico sería la época del Hijo. La edad media hasta la época moderna y el fin de la cristiandad, sería la época del Padre. Y hoy nos tocaría vivir la época del Espíritu Santo. No en vano todo el debate espiritual de este siglo se centra ahí: las diversas espiritualidades y la New Age, el descubrimiento de las religiones orientales, el avance del espiritismo y esoterismo, la separación alma y cuerpo, el materialismo y el vacío existencial, la superstición y la razón, la ciencia y la fe.

La sociedad de hoy no quiere sufrimiento y abnegación y da la espalda al Hijo sacrificado en la cruz; no quiere autoridad ni gobierno y sospecha y huye del Padre; pero busca anhelante un mínimo de paz interior que llene su alma vacía e insatisfecha. Si la iglesia es capaz de abrir la puerta de una forma coherente y potente al Espíritu Santo, daremos la batalla en la Europa de este siglo. Si no, languideceremos penosamente en el discurso políticamente correcto y en la verdad adulterada con mediocridad.

El cine mudo se enriqueció con la llegada del sonido y dio un salto de calidad. Hay películas con mucho diálogo y las hay con poco, pero las que son obras de arte cuentan una historia, complementando con talento, el poder de la imagen y la excelencia de los diálogos. Que Jesucristo conceda el poder del Espíritu Santo a la iglesia del siglo XXI para que con sus gestos y palabras podamos ser lo que Dios quiere que seamos: Lumen Gentium.

 

“Jesús les respondió: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mateo 11,4-5)


“Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5,14-16)