El Alcoyano, al lado de un niño, es un descreído. Pero la creencia del niño no se fundamenta en la imaginación, que es la anarquía del pensamiento, sino en la corazonada, que es la taquicardia del milagro. Cree por intuición. Por eso no comparto el discurso del rey mago laicista que, escoltado por la alcaldesa de Madrid, animó a los críos tras la cabalgata a dejarse guiar por la imaginación en lugar de por la fe. Lo hizo adrede, claro. Bien sabe él que si se guían por la fe colegirán que Dios existe, en tanto que si lo hacen por la imaginación incluirán al Altísimo en la misma categoría que al ratoncito Pérez.

Proponer a los niños la imaginación como programa marco no es recomendable porque la imaginación, el populismo de la mente, es una demencia en principio suave que si no la tratas desemboca en delirio. Hitler imaginó la supremacía de la raza aria y Stalin le puso cara al hombre nuevo, pero al primero no se le recuerda por los guapos que eran los agentes de la SS ni al segundo por la felicidad quinquenal de los moscovitas durante la dictadura soviética. De hecho, ambos han pasado a la historia por una patética conquista social: las vacaciones pagadas en Auschwitz y el Gulag.

El Melchor de pega no hizo ninguna alusión a la Navidad en la segunda parte de su discurso, lo que viene a ser como si la academia sueca no hubiera mencionado a Vargas Llosa el día en que le entregó el Nobel. En lugar de hablarles a los niños de la incidencia del pesebre en sus vidas, el portavoz de la comitiva real destacó la relevancia de los científicos caracterizados en la carrozas, a los que puso como ejemplo en lugar de a San José. De eso se trata, de que San José no salga por ningún lado. Al fin y al cabo, lo que el laicismo pretende es destruir a la familia como referente cristiano. El laicismo tiene claro que no es Navidad porque nieve, sino porque Chencho se pierde.