Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerle.”  (Lc 24, 14)

El Señor, según nos cuenta San Mateo no dejó sólo su presencia real ligada a la Eucaristía. También quiso quedarse con nosotros a través de otra “sustancia” singular: el amor y el amor recíproco. Efectivamente, Él ligó su presencia a la unidad entre sus discípulos: “Donde dos o más están unidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Por eso los dos discípulos que huían de Jerusalén camino de Emaús, a pesar de su cobardía y de su falta de fe, llevaban con ellos la presencia de Cristo, pues se querían y estaban unidos en el nombre del Señor. Sin embargo, no lo sabían y por eso no lo reconocían.

También a nosotros nos puede pasar lo mismo. Es posible que no nos demos cuenta de que el Señor está en nuestro hogar y que le expulsemos de allí cuando nos enfrentamos unos a otros, cuando hay violencia o tensiones. A veces, con mucha frecuencia, eso se produce por naderías, por insignificancias, por puro egoísmo. Echamos a Jesús de nuestro lado cuando rompemos la unidad, cuando desaparece el amor recíproco. Le invitamos a que esté entre nosotros, por el contrario, cuando amamos al prójimo en nombre del Señor, como amó el Señor y por el Señor. Y el Señor amó con una motivación religiosa -por Dios- y con un amor que incluía el perdón y la generosidad.

También podemos echar de nuestro lado a Cristo, o al menos no darnos cuenta de su presencia y por lo tanto no valorarla, cuando consideramos que Él nos ha abandonado por el hecho de estar pasando dificultades. Aunque no sintamos a Cristo, no debemos dudar ni de su presencia ni de su amor.