Cuenta el Cardenal Amigo que en el Sínodo de los Obispos, que se celebró en octubre de 1994, dedicado al papel de la vida consagrada en la Iglesia...

... entre papeles importantes, con documentos llenos de sabios discursos, no era extraño encontrar una pequeña estampa, con oraciones en inglés, en las que se pedía a Dios la gracia de tener un corazón lleno de misericordia. Los papeles, con informes y relaciones sobre la vida y la acción de la Iglesia, los habían colocado sobre la mesa de los obispos los diligentes secretarios del Sínodo. Las estampas, de papel sencillo y modelo ya desaparecido de todos los catálogos, nos las ponía, casi a escondidas, Madre Teresa de Calcuta.

Nada hacía pensar en una sutil contestación, por parte de esta buena religiosa, a la grandilocuencia de las relaciones episcopales y de los sabios planteamientos de los expertos sobre la misión de la Iglesia. Tampoco cabía la idea de una cariñosa y fraterna corrección. Madre Teresa era así: sencilla como una estampa descolorida en la que se contemplaba a Cristo sirviendo a los pobres y con una oración para recordar que solamente se puede ser misericordioso practicando la misericordia[1].

Y esto es lo que recordamos hoy, en este domingo, cuando estamos tan cerca de la fiesta de Santa Teresa de Calcuta.

Los diez mandamientos abren ante nosotros el único futuro auténticamente humano, ya que éstos no son una arbitraria imposición de un Dios tiránico. Yahveh los escribió en la piedra, pero sobre todo los grabó en todo corazón humano como ley moral universal, válida y actual en todo lugar y en todo tiempo. Esta ley impide que el egoísmo y el odio, la mentira y el desprecio destruyan a la persona humana. Los diez mandamientos, con su constante invitación a la Alianza divina, ponen de manifiesto que el Señor es nuestro único Dios y que toda otra divinidad es falsa y acaba por reducir a esclavitud al ser humano, llevándolo a degradar su propia dignidad.

El Sermón de la Montaña de Fra Angelico

Así, el judío reza siempre: Shema, Israel... Escucha, Israel, amarás al Señor tu Dios. No hay otro lugar en donde nosotros podamos encontrar a este Dios tan cercano. ¿Acaso -se pregunta el libro del Deuteronomio- hay una nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como tenemos nosotros a este único Dios? Un Dios cercano. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos mandamientos que yo te dicto hoy. Incúlcaselos a tus hijos (Dt 6,4-7). Estas palabras, que el judío repite cada día, resuenan también en el corazón de todo cristiano: Escucha: queden en tu corazón estos mandamientos. No podemos ser fieles a Dios si no observamos su ley. Ser fieles a Dios, por lo demás, es también ser fieles a nosotros mismos, a nuestra auténtica naturaleza y a nuestras más profundas e insuprimibles aspiraciones.

En el Sermón de la Montaña Jesús dijo que no había venido a abolir la ley antigua, sino a perfeccionarla (Mt 5,17). De hecho, desde que el Verbo de Dios se encarnó y murió en la cruz por nosotros, los diez mandamientos se escuchan por doquier con su voz. Él los arraiga mediante la vida nueva de la gracia en el corazón de quien cree en Él. Por eso, el discípulo de Jesús no se siente oprimido por una multitud de prescripciones, sino que, impulsado por la fuerza del amor, percibe los mandamientos de Dios como una ley de libertad: libertad para amar, gracias a la acción interior del Espíritu. Las Bienaventuranzas constituyen la coronación evangélica de la ley del Sinaí. La Alianza que entonces selló Dios con el pueblo judío encuentra su perfeccionamiento en la Alianza nueva y eterna sellada con la sangre de Cristo. Cristo es la nueva ley, y en él se ofrece la salvación a todas las gentes[2].

Y esto lo llevamos a la vida práctica de cada uno de nosotros. El corazón humano sigue teniendo hoy aquellos mismos impulsos que denunciaba Jesús como causa y raíz de la impureza: el egoísmo en todas sus formas, las intenciones torcidas, los móviles rastreros que inspiran en tantas ocasiones la conducta de los hombres. Pero parece que en estos momentos la vida del mundo registra un hecho que hay que estimar como nuevo por su difusión y gravedad: la degradación del amor humano y la oleada de impureza y sensualidad que se ha abatido sobre la faz de la tierra. No tenemos más que acercarnos al televisor... Esta es una forma de rebajamiento del hombre, que hemos aceptado como natural y que afecta a la intimidad radical de su ser, a lo más nuclear de su personalidad. Y con la ayuda de esta gracia, la gracia que Dios nos ofrece, es tarea por parte de todos como cristianos luchar por una vida limpia; que la castidad es virtud esencial.

Repetía el beato Pío IX: Todo mi actuar en Dios, con Dios y por Dios y no quiero separarme ni un ápice de la Voluntad Divina.

De este modo nosotros podemos luchar contra todos estos malos propósitos que dice Jesús que brotan del interior de nuestro corazón. Y es entonces cuando luchamos por la pureza de intención, porque buscamos a Jesús, Corazón misericordioso que nos mira con ternura y que nos perdona, pero que nos pide la conversión.

Es Madre Teresa de Calcuta la que nos recuerda:

¿Quiénes somos nosotros para condenar a nadie? Es posible que veamos a alguien realizar algo que no nos parece correcto, pero ignoramos por qué lo hace. Jesús nos invitó a no condenar a nadie. Podría ser que nosotros fuésemos los responsables de que otros realicen actos que no nos parecen correctos. No olvidemos que se trata de hermanos y hermanas nuestros. Ese enfermo de lepra, ese enfermo de la enfermedad que sea, ese borracho: todos son hermanos y hermanas nuestros. También ellos han sido creados por un amor más grande. Es algo que nunca deberíamos olvidar. Ese enfermo, ese alcohólico, ese raterillo son hermanos y hermanas míos. Es posible que se encuentren abandonados por las calles porque nadie les ha dado amor y comprensión. Vosotros y yo podríamos estar en su lugar si no hubiésemos sido amados y comprendidos por otros seres humanos[3].

Todos tenemos necesidad de trabajar en esta dirección, purificando nuestras intenciones, buscando la santidad de nuestra vida, el cumplimiento de los mandamientos; no de los que nosotros muchas veces nos proponemos como ley particular, sino los diez mandamientos que el Señor nos regala como camino de perfección cristiana y como única vía de salvación. Si nos cuesta, el Señor nos da su gracia, nos da su fortaleza.

Jamás -dice Madre Teresa- me olvidaré de un alcoholizado que me refirió su historia. Se había abandonado al alcohol para olvidar el drama de no sentirse querido. Antes de juzgar a los pobres, tenemos el deber de observar nuestro interior.

El Señor hoy nos lo repite: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Recoge las palabras que había empleado el profeta Isaías para denunciar al pueblo que daba a Dios un culto vacío porque la doctrina que enseñaban eran preceptos humanos.

Que sepamos acercarnos a los mandamientos como lo que son: preceptos divinos; los mandamientos que el Señor nos da para seguirle con un corazón limpio, escuchando su Evangelio, recibiendo la Eucaristía y viviendo en Dios, por Dios y para Dios.

 

PINCELADA MARTIRIAL

Ayer, 1 de septiembre, hizo ochenta y dos años que fue martirizado el Beato José Samsó Elías, arcipreste y párroco de la Basílica de Santa María de Mataró, y la ceremonia de su beatificación, celebrada el 23 de enero de 2010, fue la primera de mártires españoles en la que Monseñor Ángelo Amato, entonces Arzobispo Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, estuvo presente como Legado Pontificio.

Escribe Hispania Martyr: “Que esta primera beatificación de un mártir de la persecución religiosa española oficiada por Mons. Amato fuera la de Mosén Samsó, es un signo providencial de su carisma de plena identificación con sus beatificados, que dejaría patente en su ministerio a lo largo de sus diez años de Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos”.

De los labios de Mons. Amato como Legado representante del Papa, se pudieron oír aquella fría mañana del 23 de enero de 2010 en la breve alocución final que pudo pronunciar estas palabras sobrenaturales: “Nuestro Beato Mártir es una gloria de la Iglesia, un modelo de sacerdote católico y un orgullo de esta noble tierra catalana. No lo mataron porque se hubiera manchado de delitos, sino sencillamente porque era sacerdote, porque creía en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque rezaba, porque proclamaba el Evangelio de Jesús, porque enseñaba la bondad y la verdad al pueblo de Dios.”

Dios permite la persecución paras su mayor gloria

El lema del Beato Samsó: Deu sobre tot (Dios por encima de todo) muestra su sobrenaturalismo y su tradición católica antiliberal. La feligresa Teresa Cuadrada que le tenía refugiado en su casa, refiere como el 29 de julio de 1936, víspera de su detención, le preguntó: ¿Porque Dios permite tan gran mal que destruye los templos, y persigue a muerte a sacerdotes y católicos consecuentes?, y dice que el Dr. Samsó le respondió: ¡Para su mayor gloria! Si Dios quiere en un momento se acabará todo esto”.

Mosén Samsó en carta de 24 de junio de 1936 a la hermana Carmen Majó en vísperas de la revolución le manifestaba: Todos los días en la oración me preparo para el martirio, porque estoy convencido que la revolución que se acerca será de hechos y no solamente de amenazas.

En casa de la familia Ximenes-Quadrada ya en julio de 1936, les decía:

El martirio es un beneficio y un alto honor, que sin una gracia especial del Señor no podemos prometernos. Y si hemos sido elegidos para sacrificar nuestras vidas, no nos faltará a su debido tiempo la gracia del Altísimo.

El mensaje de su beatificación puede sintetizarse en ésta su súplica:

¡Ojala el Señor nos honrase escogiéndonos como víctima agradable para la salvación de España, para el reinado definitivo del Sagrado Corazón y de su santísima Madre!

BEATO JOSÉ SAMSÓ, RUEGA POR NOSOTROS

Podéis leer el artículo que ya colgamos en 2011:

https://www.religionenlibertad.com/blog/17413/mediodia-del1-de-septiembre-en-el-cementerio-de-mataro.html

[1] Cardenal Carlos AMIGO VALLEJO publicado en ABC el 5 de septiembre de 1998.

[2] San JUAN PABLO II, Discurso sobre su peregrinación a Egipto, 3 de marzo de 2000.

[3]  Santa TERESA DE CALCUTA, Orar. Su pensamiento espiritual, página 105 (Barcelona, 1997).