En occidente, no es que los católicos seamos pocos, pero a veces nos sentimos así porque formamos parte de una minoría si tomamos en cuenta el pensamiento mayoritario que, casi siempre, reduce la fe a una cuestión de “mera tradición familiar”, pero ¿qué pasa cuando, además de la herencia cultural, vivimos la fe católica por convicción? Sucede que podemos llegar a sentirnos solos. Y es ahí que hay que poner atención para evitar caer en dos situaciones que, lejos de ayudar o ayudarnos, terminan por echar a perder un proyecto prometedor. El primer riesgo es que, al sentir la soledad, tomemos una postura marcada por la desilusión, mostrando rencor hacia los que no piensan como nosotros, llegando al punto de creernos perfectos o, al menos, los mejores. El segundo, podría ser echar por la borda la fe, cediendo al dictado de la mayoría como si eso fuera lógico, inteligente o el requisito indispensable para ser feliz.

¿Qué hacer entonces? Se nos propone una tercera opción. Asumir que vivimos la fe en un contexto difícil, pero no por ello aburrido o irreversible. Lejos de aislarnos, nos toca salir, dialogar, prepararnos y, viviendo una vida normal, disfrutando de lo sano que hay a nuestro alrededor, aplicar el Evangelio con profundidad. De esa manera podremos atraer a más personas y no por proselitismo, “lavando cerebros” o imponiéndonos, sino por el gusto de vernos realizados en lo que creemos. Hacer que a los demás se les antoje un estilo de vida marcado por la fe, pues lo que luego pasa es que muchos, al conocer a católicos que andan derrotados o sin ganas, sienten todo menos el deseo de sumarse.

Necesitamos un perfil que sepa vivir de modo coherente y, al mismo tiempo, consciente del mundo, de la cultura, de la sociedad. Hombres y mujeres que disfruten ser parte de la Iglesia y que no caigan en los extremos de la rigidez o del relativismo, sino que se dejen llevar por el equilibrio, como equilibrado fue Jesús de Nazaret, por el simple hecho de que a él lo movió el Padre Dios y no un conjunto de ideologías.