Pues era una vez que llegamos tarde de la cena y aparqué el coche abajo, junto a la verja del jardín y del bosque. Y cuando bajamos del coche se oyó un jadeo profundo, como la respiración de un ser monstruoso. O de un borracho. Un jadeo rítmico y tétrico, un estertor, una agonía. Y cuando subimos deprisa las escaleras se hizo más rápida y más presente aquella respiración, pero no vimos ser humano alguno por los alrededores. No había luna. Y dejé en la casa a mi mujer y salí con el viejo Remington y me acerqué a la verja y me asomé al bosque. Y grité un grito de amenaza. Y se hizo el silencio.
 
Y ya volvía hacia la casa cuando empezó de nuevo el jadeo, más fuerte y más amenazador si cabe. Regresé.
 
-¿Quién anda ahí?
 
Silencio.
Me separé de la verja. El Remington terciado sobre el pecho. Silencio. Volví sobre mis pasos. Otra vez el jadeo.
 
-¿Quién anda ahí? ¡Salga o disparo! ¡Vamos!
 
Silencio.
 
-¡Vamos!
 
Silencio.
 
Me acerqué a la esquina de la verja, caminando despacio, y llegué al final del jardín. Encendí un cigarrillo, protegiendo la lumbre con el hueco de la mano. Me reconocí en la mili, hace años, claro, a la entrada del cuartel, de madrugada, en la misma postura, bajo las estrellas, vigilando al guripa de la garita de la entrada que, o bien se dormía, el muy cabrón, o se masturbaba, el muy guarro, qué le vamos a hacer, la soledad es muy dura y las guardias por la noche, más. Así que allí estaba yo con el viejo Remington y el pitillo oculto y todos lo silencios de todas las noches hasta aquel momento.
 
Volvió el jadeo con la fuerza terrible del soplido de un dragón y monté el arma.
 
Y me acerqué mucho a la verja y apunté hacia los matorrales, bajo los pinos, y disparé varias veces.
 
Silencio.
 
-Fuera quien fuese, está frito.
 
Bajé las escaleras, rodeé por fuera la verja y subí al bosque.
 
Una respiración entrecortada, animal y terrible, me recibió como el vaho de un horno infernal.
 
Encaré el Remington y disparé otra vez.
 
Silencio.
 
Trepé por la ladera del monte, más bajo que el horizonte, quería tener buena vista. Y pisé los matorrales. Y no encontré señal alguna de seres vivos o muertos.
 
Silencio.
 
Escuché unas pisadas lejanas. Unas pisadas secas en la noche húmeda. Se alejaban más todavía. Pero no había jadeos. Lancé la colilla en dirección al camino, a las pisadas lejanas. Y volví grupas. Ya está, pensé. Mañana será otro día. Con un poco de suerte solo va herido.
 
Silencio.
 
Encendí otro cigarrillo y contemplé la noche oscura desde la verja. No es bueno disparar. Pero se lo había advertido. A quién se le ocurre. Tenía que haberse mostrado. ¿Y si lo has matado? No. No había nadie en los matorrales y aquello que pisé no era sangre, serían orines de perro, o excrementos de perro, vaya usted a saber. Al primer disparo tenía que haberse mostrado el hijo de puta, ¿no? A lo peor estaba demasiado borracho. Pero, si no se tenía en pie ¿esas pisadas a lo lejos? Alguien huía por el camino, de eso estoy seguro.
 
Y así estaba cuando el jadeo resonó en el aire oscuro, bajo las estrellas de la noche sin luna, sobre los pinos sombríos e inmóviles. El jadeo de una bestia del infierno y de todos los infiernos.
 
-¡No puede ser!
 
Y ya no tenía más balas allí.
 
Corrí hacia la casa.
 
-¿Qué pasa? ¿Por qué haces tanto ruido? –era mi abuela.
 
-Alguien está en el bosque. Respira muy fuerte.
 
-A ver.
 
Y la abuela se acercó a la verja y se tambaleó un poco. Y se oyó el jadeo. Y la abuela estalló en una carcajada más sonora que aquella respiración tenebrosa.
 
-¡Es una lechuza, tonto!
 
Y me dio un capón.
 
-¡Hala, a dormir! Y no hagas tanto ruido, hombre de Dios. A dormir, a dormir.
 
Y siguió riendo.
 
-Una lechuza, ay, estos jóvenes, ay, que no saben nada. Una lechuza, ¿qué iba a ser? ¡Ay, estos jóvenes!