Los padres del desierto del siglo v, que conocían el valor de la miel, decían que todo monje, todo cristiano, debe asemejarse a la abeja que, posando de flor en flor, liba, crea, transporta, reparte miel y poliniza: crea vida y bienestar a su alrededor, a todo cuanto toca. Enseñaban:
 
- «Así como la abeja, dondequiera que vaya, produce miel, asimismo el seguidor de Jesús, dondequiera que esté, si pretende hacer la voluntad de Dios, siempre puede y debe convertirlo todo en “gozo”, “dulzura” y “alegría espiritual”.»
 
Lo que Dios creó por amor no fue un «valle de lágrimas», sino un «paraíso de gozo» que hemos de conquistar y hacer realidad, día a día, con nuestro esfuerzo y nuestras obras.
 
— Vamos detrás de los placeres del mundo.
— Nos comportamos como verdaderos zánganos y no como auténticas abejas que producen miel.
— Así, es imposible obtener la verdadera alegría.
 
Y el P. Faber aconsejaba a sus discípulos:
«Saber encontrar la alegría en todas partes. Saber dejarla, siempre, a vuestro paso.»
 
Y Dom Guéranger decía: «¡Ser un total aleluya, de la cabeza a los pies!»




Alimbau, J.M. (2001).  Palabras para la alegría. Barcelona: Ediciones STJ.