“Surgió un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Jn 1,6-9).

 

Con frecuencia, la experiencia de un cristiano de hoy en el mundo en que vivimos es la de alguien que está acosado. Te bombardean por doquier, tanto dentro como fuera de la familia. Te sientes interpelado para dar justificación a pecados reales o supuestos que la Iglesia ha cometido en sus dos mil años de historia. Además, te piden razones por las que la Iglesia mantiene esta o aquella ley moral, en contra de la presión ambiental. Y, por último, te hacen a ti, como creyente en Dios, responsable no sólo de los cataclismos naturales sino de aquellas desgracias que tienen su origen en la maldad del hombre. Ante esto, el cristiano tiende a encogerse, a rehuir el debate y, al final, a vivir su fe de una forma oculta, por miedo a la tormenta que se desata a su alrededor si la confiesa.

 

Pero tendríamos que hacer caso a los que nos han precedido, a los que vivieron en la época del martirio y fueron ellos mismos mártires. Por ejemplo, a San Ignacio de Antioquía, que fue martirizado en Roma y que no dudó en decir que, ante la persecución, no hacen falta discursos brillantes sino grandeza de alma. Y esto significa que, en este contexto hostil en el que vivimos, lo que tenemos que hacer es estar dispuestos a aceptar la humillación, la crítica o el desprecio. Todo antes que ocultar nuestra fe. Por lo demás, tampoco pasa nada por reconocer que no tenemos respuestas a todas las preguntas que nos hacen, o defender a la Iglesia como ha hecho Juan Pablo II: admitiendo que cometió errores, pero que tiene en su haber muchísimos más aciertos que fallos y que de éstos no suele hablar nadie.