La Palabra era la luz verdadera que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”.  (Jn 1, 912)

En este fragmento del Evangelio de Juan, y en tantos otros de sus escritos, se nota no sólo la nostalgia por el amigo ausente, sino también el dolor del apóstol al ver el mal trato que Cristo recibió de los suyos. Juan no parece tener otra idea más que esta: Dios es amor, Dios nos ha amado el primero y lo ha hecho de una manera infinita, superando con creces lo que nosotros podríamos haber esperado o merecido. Sin embargo, nosotros no hemos sabido responder a ese amor y le hemos devuelto mal por bien, ingratitud por generosidad. Es un sentimiento parecido a aquél que embargaba a San Francisco cuando, tras la visión en que tuvo acceso al contenido de las oraciones de los hombres, que tenían en común que todas eran de petición, exclamó: “El Amor no es amado”.