Puedo dar fe de lo complicado que es trabajar unido a otros hermanos. Las más mínimas diferencias en los entendimientos y objetivos, producen fricciones y malentendidos constantes. Por desgracia la fe en el siglo XXI es tan diversa y relativa, que estas fricciones son constantes. Las frucciones van generando malestar, incluso impidiéndonos comunicarnos con fiabilidad entre nosotros. La obra del maligno se extiende por todas partes. 

Hay tres posturas que pueden solucionar este problema 

A)    Aceptar la diversidad como lo normal e ignorarnos unos a otros. El peligro es que esta opción no es más que una auto-engaño. La armonía del silencio y el orden del vacío.

B)    Buscar un entendimiento de mínimos, que nos lleva a realizar, unidos, algunas acciones muy determinadas. Esto nos lleva aceptar que es mejor trabajar en grupos mono carismáticos y sólo salir de esos reductos puntualmente.

C)   Aceptar que es necesario el roce para desgastar estas diferencias e ir acercándonos lentamente. El peligro es que esto puede llevarnos al enfrentamiento y a un doloroso distanciamiento.

En el tercero de los casos es donde tenemos una ventaja adicional: la Gracia de Dios. La Gracia actúa como el aceite que engrasa las piezas mecánicas de un motor. Es lo que permite que el calor producido por la fricción se pueda evacuar. Además, el aceite permite que las imperfecciones que presentan todas las piezas no afecten al conjunto del motor. La Gracia de Dios actúa como un factor de sinergia que olvidamos.

Preferimos alojarnos en las dos opciones primeras y sentirnos menos comprometidos con ese maravilloso motor que es la Iglesia. Lo que les cuento no es algo que me haya sacado de mi cabeza en una noche en vela, lo pueden leer en este párrafo de San Gregorio de Niza: 

En realidad, propio de la divinidad es extenderse a través de todo y ser coextensiva de la naturaleza de los seres en todas sus partes, porque nada puede permanecer en el ser, si no permanece en lo que es, y por otro lado, lo que es propia y primariamente es la naturaleza divina, y la permanencia de los seres nos obliga necesariamente a creer que esa naturaleza está en todos los seres. Pues bien, por medio de la Cruz, cuya figura se distribuye en cuatro, de suerte que, partiendo del punto medio, hacia el cual todo converge, se pueden contar cuatro prolongaciones, se nos ha enseñado lo siguiente: el que sobre ella fue extendido en el momento oportuno según el plan divino para su muerte, es el mismo que conjunta y ajusta todo a Sí Mismo, reuniendo por Si Mismo las diferentes naturalezas de los seres en un solo acuerdo  y una sola armonía. (San Gregorio de Niza. La Gran Catequesis, XXXII, 6) 

San Gregorio nos habla de unidad y armonía, pero las asocia a la Cruz. Esto es algo inaceptable para quien asimila la postmodernidad como la solución a nuestros problemas. Eso de sufrir y dar sentido al sufrimiento, resulta obsceno para el ser humano que se sienta en el sofá, tiene 2000 canales de Tv al alcance de un mando a distancia y una pizza pepperoni a domicilio solicitada por whatsapp. ¿Sufrir? ¿Encontrar sentido en el sufrimiento? Muchos se preguntan la razón de este aparente masoquismo. Pero no es masoquismo. Entender que la unidad y la armonía nunca son gratis, sino que tienen el precio de la negación de sí mismos, no es para quienes deciden vivir en grupitos homogéneos, donde las apariencias y el wellness son el objetivo. 

Es propio de Dios: “extenderse a través de todo y ser coextensivo de la naturaleza de los seres en todas sus partes, porque nada puede permanecer en el ser, si no permanece en lo que es”. Nada puede ser si no comparte el Ser que Dios le dona. La oscuridad es ausencia de luz. El mal es ausencia de luz. El silencio es ausencia de sonido. Hoy en día creemos que cada uno puede dar el ser a lo que creamos necesario y útil. Por eso la legislación genera atrocidades como el aborto. Sin el Ser de Dios, nada existe ni puede permanecer unido, en armonía y estable.