En la década de los setentas, surgió un slogan que muchas personas siguen repitiendo: “Jesús sí, Iglesia no”. Afirmar tal cosa, resulta ilógico, pues equivaldría a decir: “Leonardo da Vinci sí, Mona Lisa no”. ¿Cómo podríamos por una parte aceptar al autor y, por otra, rechazar la obra de sus manos? Pues lo mismo pasa con la Iglesia Católica. Jesús decidió fundarla y lo hizo para que no termináramos buscándonos a nosotros mismos, al creernos autosuficientes. Es cierto que la fe supone pensar por cuenta propia, cuestionarse en primera persona; sin embargo, irse por la libre, hace las veces de auto diagnosticarse sin conocimiento de causa. O ¿a poco nos creemos más sabios que una institución con dos mil años de historia, de camino, de experiencia acumulada y compartida? “Pero es que muchos han cometido pecados dentro de ella” Es verdad, pero si a esas vamos, entonces, ¿dejaríamos de acudir a urgencias por un puñado de médicos negligentes descubiertos en la ciudad de junto? Nunca hay que generalizar.

“Es que en la Iglesia hay normas” Claro, lo mismo que en el banco o en el fútbol. Por ejemplo, nadie puede llenar un cheque como se le dé la gana o meter autogol y esperar ganar puntos a favor. Mejor decir que estorba la conciencia que provoca el cristianismo en el mundo. De otra manera, ¿por qué rechazarlo desde el plano institucional y/o religioso? Sin duda, es muy importante cuestionarse para poder superar slogans disfrazados de buenos argumentos. La autoridad moral de la Iglesia, viene de la sabiduría con la que Jesús quiso darle forma y, a partir de ahí, permanecer ligado a la humanidad con los sacramentos que hacen visible (liturgia) lo invisible (gracia).

Jesús no quiso ser alguien abstracto, sometido a la medida de cada uno. Por esta razón, dejó a la Iglesia, como su intérprete. Desde luego, hay límites, dogmas que garantizan la sana transmisión del Evangelio; es decir, libre del fanatismo que no tiene nada que ver con Dios, sino con distorsiones humanas. Por lo tanto, aceptar al autor, implica valorar su obra, el sello que lo distingue. En este caso, la Iglesia Católica, conjunto de bautizados.