La fatalidad hizo que hace unos días, un coche arrasara la zona reservada para el aparcamiento de motos frente a la oficina.

Lo que, de hecho, supone una incomodidad, pues a nadie se le escapa la multiplicidad de ventajas que supone desplazarse en moto por una ciudad como Madrid, se ha convertido en una oportunidad magnífica para avanzar en algunas lecturas que tenía atrasadas mientras me desplazo en transporte público.

Una de ellas ha sido ´Y de repente, Teresa´, la biografía novelada sobre la santa de Ávila de quien celebramos los 500 años de su nacimiento, y que llevaba arrastrando a trompicones de pocas páginas desde finales de abril.

Jesús Sánchez Adalid, logra en sus páginas sumergir al lector en el siglo de oro español y acompañarle en un análisis certero, valiente y equilibrado del papel del Santo Oficio, empeñado entonces en desenmascarar a los llamados alumbrados y a otros especímenes de desencaminados y herejes de todo pelaje. 

Algunos de sus funcionarios, llevados a su vez por un malentendido celo, llegaron incluso a hacer profundas investigaciones sobre personajes de la talla de san Ignacio, san Francisco de Borja, Fray Luis de León, san Juan de Ávila o el arzobispo de Toledo y Primado de España, Bartolomé de Carranza, quien precisamente muriera en Roma, exonerado de toda culpa, tras largos años de prisión en la ciudad eterna. 

Como es sabido, lejos de llegar a fatal término las investigaciones e intrigas de algunos inquisidores, Teresa de Cepeda y Ahumada no sólo no fue condenada, sino que al andar de los siglos, el Papa Pablo VI, proclamó que aquella mujer determinada, piadosa y reformadora, no sólo fue santa, sino que además merecía ser reconocida como doctora de la Iglesia, la primera mujer destacada como tal. 

La lectura de esta novela me ha hecho reflexionar algunos asuntos.