El centroderecha, en el catolicismo, es el espacio que ocupa el creyente melifluo, ese que se ruboriza tras afirmar que Dios es uno y trino ante la caterva laicista sin tener en cuenta que ruborizarse es lo contrario de poner la otra mejilla. El católico vergonzante debería de saber que está sólo un escalón por encima del que afirma que cree en Dios, pero no en la Iglesia, que es como creer en España, pero no en la bandera, la cual, sin gente que la defienda, acaba por lo general quemada. Como los conventos del 34, pero sin curas dentro.

La actitud timorata no cuadra con una religión que exige radicalidad en el amor y firmeza en el mensaje. Siempre que se entienda, claro, que el mensaje es el de las Sagradas Escrituras, que son las espinacas del católico, con la Iglesia en el papel de Olivia y el laicismo en el de Brutus, un descerebrado con musculatura y cerebro de búfalo. De hecho, si quienes se burlan de la fe tuvieran más de dos dedos de frente comprenderían que la caída del caballo desemboca antes en la conversión que en la fractura de húmero.

El católico que afirma creer en Dios, pero no en la Iglesia, sí es, empero, inteligente. Tanto como el rico que cree en la izquierda, pero no en el reparto de los bienes inmuebles. Al igual que la afinidad ideológica propicia que el proletariado simpatice con el progresista adinerado sin que éste done a los ocupas su segunda residencia, así el católico que reniega de la Iglesia consigue el aplauso del laicista sin que tenga que renegar del cielo. Otra cosa es lo que piense el cielo. Huelga decir que una fe que se salta el protocolo establecido por Jesucristo tiene la misma consistencia teológica que la danza de la lluvia.