El siglo XXI, sin negar sus cosas buenas, tiene un problema que nos afecta a todos en mayor o menor medida: miedo -para no decir horror- al silencio. Por esta razón, si salimos a correr y/o caminar, necesitamos audífonos (auriculares) en todo momento y un cableado que ni los postes de electricidad. Para nosotros, como católicos, esto es una situación delicada, porque si no somos capaces de guardar un cierto grado de silencio interior, ¿cómo podremos distinguir la voz de Dios en medio de tantas voces? De ahí la necesidad de trabajarlo y dar nuevos pasos que fortalezcan nuestra relación con Jesús. ¿Al comulgar nos quedamos sin palabras?, ¿entramos en la esencia de lo que se está celebrando?

  El miedo tiene mucho que ver con lo desconocido. Como todavía nos falta descubrir y experimentar el valor del silencio, nos asusta. Pasa como cuando estás a oscuras y la luz que se “filtra” por las persianas provoca ciertas sombras que desaparecen con tan solo encender un foco. Si nos damos la oportunidad, ¡el lujo!, de guardar silencio, el tedio dará paso al gusto, pues disfrutaremos de esos momentos tan especiales que solamente se dan en el marco de la oración que se abre al misterio de Dios. Callar para escuchar, callar para amar al que un día pasó por la cruz y ha vencido a la muerte. ¿Y si me distraigo mientras lo intento? Pues lo ofreces y haces de eso tu mejor forma de entrar en contacto con Dios.

  Hay tres momentos especiales para guardar silencio y dejar que sea Jesús quien nos hable: el momento de la consagración, la adoración eucarística y la comunión. Tres realidades que nos interpelan para quedarnos sin palabras ante algo tan grande o -como diría Mons. Luis María Martínez (18811956)- “¡inefable!”. Si hay mucho ruido, conviene dejarlo salir. El medio para lograrlo consiste en ir más allá de las palabras. Dios es el único que comunica con su silencio.