Hay un pequeño misterio insondable que me tiene realmente intrigado. Es una realidad recurrente, pues se repite una y otra vez, con honrosas excepciones. No sé en qué punto pasa, pero en algún momento de su formación, cuando un joven entra en el seminario de cara a prepararse para ser sacerdote, pierde la naturalidad del lenguaje en su discurso, y pasa a tener una forma de hablar que es cada vez menos aterrizada, menos comprensible, menos directa, menos cercana. Digamos que al final de su formación, cuando es ordenado sacerdote y tiene que predicar, acaba hablando “como un cura”.

“¡Qué cosas tienes José Manuel! ¿Cómo va a hablar si no? ¿No querrás que se empape del lenguaje y las formas mundanas? ¡Es un hombre de Dios, y como tal debe hablar!”

Bueno, pues es que resulta que vivimos en el mundo, aunque seamos de Dios. Sacerdotes y laicos. Gracias a Dios no estamos en una burbuja, una aldea como la de la película de “El bosque”, separada de todo y de todos. Estamos inmersos en el mundo, en un mundo que está llamado por entero a la salvación, por más que a veces nos empeñemos en mandarlo al infierno. (1)Sí, reconozcámoslo,  con frecuencia, a diestro y siniestro, condenamos a sufrimiento eterno a muchos de los que nos rodean, indignos de ganarse el cielo. El que esté libre de pecado en esto, que tire la primera piedra. Y he aquí, repito, que Jesús quiere que nos salvemos todos, pues para eso murió en la cruz.

Así pues, ya que no vivimos en esa burbuja de la que hablaba, no podemos permitirnos un lenguaje abstracto e incomprensible, con el que no lleguemos a cuantos nos rodean. Y ojo, que éste no es un problema que afecte a ateos o alejados de la Iglesia. Aquí un servidor, sin ir más lejos, que no es doctor de la Iglesia pero lleva más de treinta años en el seno de la misma, ha estado en incontables misas en las que la homilía no le ha dicho absolutamente nada.

Hay misas con veinte, con cincuenta, con cien personas. O con una, me da igual. La homilía es una oportunidad preciosa, un momento de oro, que puede cambiar la vida de una persona. Está claro que no está en nuestra mano, sino en la de Dios, que esto suceda. Pero nosotros debemos ser cauce y no obstáculo, y una forma de predicar de gran nivel teológico (y ojalá al menos fuera así, que tampoco suele pasar), incomprensible o no aterrizada, no ayuda a que la Palabra de Dios toque el corazón de la gente, les sea cercana, útil para sus vidas. No trae luz a las tinieblas de los hombres. Incluso puede sacarnos de la celebración (contando con que después de veinte minutos dándole vueltas al logos, al eros, al ágape y a la concupiscencia, no esté uno dándole vueltas a cómo ha podido el Real Madrid tirar esta liga). Dios no nos quiere a todos expertos exégetas: quiere que su Palabra se haga vida en nosotros.

Hace pocos días escuché la predicación de un joven pastor protestante (“¿pero usted escucha a esta gente? ¡Otro hereje!” –Si le surge esta tentación, vuelva a (1)). Hablaba con gran pasión, con sencillez y con fuerza, con claridad, y con profundo conocimiento de la escritura. Y hablaba además usando evidentes técnicas de comunicación, que le servían para captar y mantener la atención de los presentes. Se notaba que tras su forma de predicar había una importante formación y experiencia, pese a su juventud. La gente presente quedó impactada, y se llevaron algunas ideas muy claras.

Yo me pregunto: en tantos años de dura formación que tienen que superar nuestros seminaristas, ¿no se les puede ayudar a comunicarse de esta forma? Hay una evidente carencia en este aspecto, por mucho que nos empeñemos en negarlo y mirar para otro lado. La Iglesia falla con frecuencia en la comunicación externa, pero también en la interna. Y es un lujo que no podemos permitirnos, más aún con los jóvenes sacerdotes y seminaristas tan maravillosos, tan tocados por Dios, que el Señor nos regala en estos tiempos.

Sirviéndonos del Evangelio de hoy, podríamos decir que es necesario que nuestros pastores sepan llamar a sus ovejas. A fin de cuentas, éstas necesitan silbidos concretos, no una ópera de Verdi.

Se lo dice uno que cada domingo recorre varios kilómetros en coche para que su pastor le silbe y le meta en el redil (gracias querido cura, no dejes de silbarnos y gritar cuanto consideres necesario).