Hace poco más de un año que vimos la fumata blanca, y se asomaba a aquel balcón del Vaticano un cardenal que no aparecía en ninguna quiniela: usted, Jorge Mario Bergoglio. Ante el pueblo cristiano congregado por centenares en la plaza de San Pedro, y por varios millones tras los televisores, mantuvo unos instantes de silencio. Y a continuación, comenzó desde el primer momento a marcar las líneas de un papado que no le sería indiferente a nadie:  recuerdo aquel “mis hermanos cardenales han ido a buscarlo [al obispo de Roma] casi al fin del mundo”, la oración por Benedicto XVI y la estremecedora e impresionante petición de oración al pueblo allí congregado antes de darle la bendición.

No voy a hacer un resumen de este primer año de papado; ya los han hecho por docenas personas mucho más capaces que yo. Tampoco podría entrar a valorar aspectos en los que debaten los expertos vaticanistas, que se parecen tanto a las tertulias políticas y se me quedan extremadamente lejanos: entramados de intereses que hay que deshacer o rehacer, que desconozco, que me suenan mundanos y que, francamente, me importan más bien poco.

Yo sólo quisiera decirle, Santo Padre, que vivo su papado como una bendición de Dios a su amado pueblo. Aunque usted esté allá en Roma, y muy probablemente jamás le conozca ni llegue a verle en persona, me es muy cercano. Siento que en verdad me acompaña, me quiere y me protege, de la misma forma que los sacerdotes que conozco, que mi obispo. Creo en verdad que usted, mi querido Papa Francisco, usando esta palabra con la que tantas nos habla, me pastorea. Y mi corazón está presto a escuchar y seguir su voz, pues en ella reconoce sin duda alguna el dulce tono de Jesucristo, que me dedica sus más tiernos cuidados.

Su humildad y sencillez, su franca sonrisa y alegría, la fuerza de sus palabras, su ímpetu, sus ganas, me empujan y alientan. Usted me invita a no desfallecer, a ir más allá. Usted me hace sentir que mi madre Iglesia me sostiene cada día, y que no voy solo a la misión, sino en comunión con millones de hermanos en todo el mundo. Usted me anima a no acomodarme, y me recuerda que tantos esfuerzos por llevar la Buena Nueva de Cristo a los hombres merecen, y de qué manera, la pena. Con usted me siento en el camino correcto. Con usted no tengo miedo. Con usted me atrevo a “armar jaleo”.

He de decirle, Santo Padre, que me apenan sobremanera las críticas que encuentro sobre su persona. Otros papas sufrieron furibundos ataques desde fuera de la Iglesia; en su caso, los ataques más duros llegan de donde quizás más duele: desde dentro de la Iglesia. Me viene a la mente la respuesta de Jesús a los discípulos de Juan: “¡Y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!” (Mt 11,6). Pues no me cabe duda de que el Espíritu Santo le inunda, y es el Amor de Dios el que a través de su boca nos habla, y es la luz de Cristo la que mediante su sonrisa y sus gestos nos llega.

Santo Padre, queridísimo Papa Francisco: rezo por usted. Desde la pobreza de mi debilidad, de mi pecado, de mi realidad, pido a Dios que le siga sosteniendo y cuidando, pues preciso de su buen hacer como pastor mío. Dios le bendiga, santidad.