Hay una frase que dice: “la palabra mueve, pero el ejemplo arrastra”. Es decir, yo puedo hablar mucho, decir cosas agradables, bien elaboradas, pero si no se ve reflejado con hechos concretos seré uno de tantos habladores. En la sociedad, estamos llenos de charlatanes. Por ejemplo, la que aparenta leer mucho cuando la verdad es que no ha pasado del índice de su primer libro o el que se siente un luchador social aunque lo cierto es que nunca ha ido a uno de tantos cinturones urbanos de miseria. La gran pregunta es ¿por qué exaltamos a los superficiales y criticamos injustamente a los congruentes? Sin duda, la respuesta es tan antigua como la humanidad. A lo largo de la historia, se ha perseguido a todos aquellos que se han atrevido a vivir de un modo coherente. Basta con recordar a Cristo. Como su propuesta era -y es- crítica, exigente y, por supuesto, apasionante, ¡fue crucificado! Y, guardando las distancias, podemos decir lo mismo de Sta. Edith Stein, Martin Luther King, Mons. Oscar Arnulfo Romero, entre otros. La verdad duele e incómoda. Por esta razón, toda estructura injusta buscar aplaudir a los mediocres, mientras difama a los congruentes, pues los segundos, a diferencia de los demás, les resultan peligrosos, capaces de sacar lo mejor de cada persona y, por ende, contrarios a los intereses que se basan en los abusos de cualquier clase.

Ahora bien, si somos valientes y, desde ahí, queremos hacer algo que valga la pena a nivel social, económico o político, conviene saber a qué le estamos tirando: incomprensiones de todo tipo. Nada de jugar a la víctima triste y resentida. Al contrario, implica o supone volar más alto, jugársela por lo que consideramos verdadero y justo. La congruencia es capaz de desarmar a un régimen totalitario sin un solo disparo. Conviene aclarar que la coherencia no es sinónimo de rigidez, ingenuidad o evasión, sino un estilo de vida inteligente, lucido, alegre, audaz, creativo y capaz de incomodar a los cómodos, aquellos que se sienten más espectadores que protagonistas. Y esto empieza a una escala menor. Por ejemplo, cada vez que renunciamos a presumir lo que somos o tenemos, contribuimos a romper el estereotipo del joven aparente y superficial.

Utilizando un lenguaje de la escolástica, podemos decir que el precio de la verdad es la cruz. No porque nos vayan a crucificar literalmente, sino por lo que implica vivir a contra corriente, expuestos a miradas que quieren encontrarnos hasta el más mínimo error para tratar de convencernos de que estamos del lado equivocado. Hoy la cruz, en lugar de clavos, tiene un instrumento mucho más sofisticado: la presión social. ¿Entonces hay que volvernos frikis o antisociales? ¡Para nada! Simple y sencillamente, nos toca ser congruentes, hombres y mujeres creíbles.  

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