“Yo, Publio Nervi, domiciliado en la novena, en la ciudad de Roma, que acredito identidad ante el escribano Licinio Gayo, desando testar, declaro:

Que nací el día 3 de del año 150 de la era de los emperadores, soy hijo de la señora Helena y del señor Donato, casado con Euridice, de cuyo matrimonio nacieron 5 hijos cuya copia de las partidas de nacimiento entrego al escribano.Que siendo propietario de los fundos declaro que poseo:

5.000 acres, Unos dos millones de sestercios, una villa dentro de Roma y no adeudo suma alguna.

Dispongo que todas mis posesiones se repartan por igual entre mi mujer y mis hijos.

Constituyo que la villa romana sea otorgada a mi esclavo hispano Hipólito, al que considero mi sexto hijo, y que para su uso y disfrute le sea concedida la libertad.”

 
El esclavo Hipólito no da crédito a lo que acaba de oir... Y sus nuevos hermanastros tampoco. Todos se cruzan miradas envidiosas, enojadas e indignadas, mientras el sorprendido beneficiario es requerido por el escribano para rubricar su conformidad. Ya en el exterior, su ama durante 20 años, convertida ahora por obra y gracia de su marido en madrastra oficiosa de Hipólito, le agarra del brazo y le conduce hacia el paseo de la alameda para conversar en intimidad.
—Es verdad que Publio te estimaba como un hijo.
—¿Pero cómo es posible? Siempre me trato como a un esclavo más. Nunca me dio ninguna señal ni indicio de lo contrario.
—Fue a partir de la muerte de nuestro hijo pequeño, Ario. ¿Te acuerdas?
Hipólito recuerda aquellos terribles momentos, un año atrás, en los que el niño de 2 años enfermó con unas fiebres que los médicos no supieron sofocar y terminó falleciendo. Su amo le rogó que rezara a su Dios para salvar a su hijo y él le contestó que lo haría, pero que la vida de su hijo estaba en manos de la voluntad divina y rezaría más bien, para que aceptar el desenlace que fuese.
—Pero... el niño murió.—subraya Hipólito sin terminar de comprender.
La señora Eurídice asiente con la cabeza mientras explica:
—Pero mi marido recibió el consuelo que le diste con tu fe. Comprendió que era voluntad de vuestro Dios llevarse a nuestro hijo, pero el hecho de no hundirse en la pena y poder seguir adelante lo achacó a la asistencia del espíritu del Cristo del que le hablaste.
Hipólito recuerda aquella conversación en le que habló a su amo por primera vez de Jesucristo, un año antes de la enfermedad de Ario.
Su amo Publio le observaba mientras llenaba su baño con agua caliente.
—Dime Hipólito. ¿A qué se debe tu cambio de actitud?
El esclavo sorprendido por la directa inquisición de su amo y por el cariz de la pregunta, no contestó inmediatamente con lo que su amo insistió:
—He notado que has abandonado ese gesto adusto y malhumorado del que hacías gala desde el primer momento que te adquirí. Ahora se te ve más relajado, sumiso y contento.
Hipólito se vió obligado a dar una respuesta:
—Estoy más a gusto con mi vida.
—Pero, que yo sepa tu vida no ha cambiado un ápice, por lo menos en lo que a ésta casa se refiere.
—Mi situación no ha cambiado. He cambiado yo.
—Explicame eso.
Hipolito, apoyó el jarrón del agua sobre la mesa y mirando directamente a su amo a los ojos, confesó:
—He descubierto el amor de Dios.
El romano Publio entre sorprendido e irónico contestó:
—Los dioses no nos aman. No les interesamos lo más mínimo mientras no les demos algo a cambio de su atención y condescendencia. Pero en ningún caso, nuestra relación con ellos... se puede llamar amor.
—Yo no hablo de dioses, sino de un sólo y verdadero Dios y de su amor por sus hijos.
—¿Un único y verdadero Dios? ¿Qué quieres decir, que los nuestros son falsos? ¿No serás tú de esos cristianos que van por ahí agitando el ambiente y provocando discordias?
—Soy Cristiano. Al Dios a quien sirvo es Jesucristo, el hijo de Dios vivo, que murió y resucitó para darnos la vida eterna. Pero si hay discordias y agitaciones no es nuestra intención. A mí, conocer a Jesucristo resucitado me ha llevado a estar en paz conmigo mismo, con la vida y con mi prójimo. Mi destino no está sujeto a supersticiones o negocios humanos, sino a la voluntad divina. Estoy dónde Dios quiere que esté y hago lo que Dios quiere que haga. He dejado de llorar y gritar por mi vida libre en Hispania y he aprendido ha reconocer y asumir la voluntad de Dios para mí.
—¿Y has descubierto cuál es ese designio?—interrogó el amo abandonando su talante escéptico y desinteresado.
—Amar y perdonar. Empezando por los que tengo más cerca. Empezando por mi amo.
Publio se incomodó ante semejante confesión y no por que se refiriese directamente a él, sino por que reconocía que era la auténtica verdad. La actitud de su esclavo hacia él había cambiado totalmente. De hecho, estaba pensando en venderlo. El romano comprendió que estaba ante una fuerza poderosa capaz de cambiar los corazones y provocar lo imposible. Ese Dios del que le hablaba su esclavo no era un Dios con los egoístas rasgos humanos del que el panteón romano estaba plagado. Sabía que admitir eso era admitir la posibilidad de todo su mundo se viniera abajo e incluso que incurriera en un delito al no honrar al emperador. Pero el daño ya estaba hecho. Ya no encontraría descanso hasta descubrir y conocer a ese Dios capaz de aportar tanto descanso al alma. Había amasado una pequeña fortuna a base de politiqueos, tratos, chantajes y sobornos, nada fuera de lo común en la sociedad romana en la que vivía. Era la única forma de vivir y sobrevivir. Ahora, estos cristianos que predicaban la honradez, la rectitud de intención y la caridad fraterna amenazaban todo su mundo. Pero él estaba definitivamente seducido por la paz de espíritu que veía en su esclavo.
Eurídice interrumpe los recuerdos de Hipólito:
—Estuvo mucho tiempo indeciso. Quería hablar contigo, que le contaras más cosas, que le invitaras a vuestras celebraciones, pero tenía miedo y yo, sinceramente, no le animaba. Podía ser peligroso para todos nosotros. Luego enfermó Ario y a pesar de su muerte, él estaba convencido de que Cristo le sostenía. Yo le intentaba disuadir pero estaba decidido ha hablar contigo. Luego su corazón se paró de repente, pero se había cuidado de incluirte en su testamento.
Hipólito no cabe en sí de los acontecimientos que está viviendo. De repente era un hombre libre, después de tanto tiempo. Al final Dios le daba lo que tanto ansiaba pero no antes de pasar por la aceptación de su vida tal cuál era. Si no se hubiera cansado de odiar y no hubiera pedido ayuda a Jesús para cambiar, quizá las cosas no hubieran salido de esta manera. Quizás seguiría amargado y triste, rebelado y enfermo interiormente. Hoy era un hombre libre gracias a su conversión, gracias a dar testimonio de su fe con sinceridad y valentía, gracias a su perseverancia y su constancia. Dios le había concedido el ciento por uno.
A unos metros de ellos, los hijos legítimos de Publio y Eurídice los siguen con aire vigilante y amenazador.
—El ciento por uno pero con persecución.
Eurídice le mira sin comprender.
—Señora, estoy muy agradecido, pero creo que lo mejor para todos es que renuncie a la villa que su marido me ha otorgado.
La señora no sale de su asombro.
—Verá, no quiero conflictos con sus hijos. No he sido liberado para recaer en otro tipo de esclavitudes. El dinero y las posesiones no van a arruinar mi libertad. Les cedo mi parte a la familia.
Eurídice se para en seco admirada y desbordada. Nunca hubiera imaginado cosa semejante. Viendo la inutilidad de discutir ante la determinación de Hipólito, le pregunta con curiosidad:
—¿Qué harás ahora?
—No lo sé. Volveré a mi tierra, a Hispania y luego... Dios dirá.
 
 
 "Jesús les dijo: –Os aseguro que todos los que pecan son esclavos del pecado. Un esclavo no pertenece para siempre a la familia, pero un hijo sí pertenece a ella para siempre. Así que, si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres." (JUAN 8:34-36)