Muchas cosas en la vida requieren que encontremos el equilibrio. Y el amor no es una excepción. Hoy me gustaría hablar del equilibrio que es importante hallar en lo que se refiere a los sentimientos: es importante alejarnos de dos extremos en lo que respecta a las relaciones de pareja. Un extremo sería dejar que estos nos gobiernen —por ejemplo, respecto de alguien que acabamos de conocer—; el extremo opuesto consistiría en cerrarnos completamente a ellos, y no dejar que se proyectan hacia alguna persona —por ejemplo, por miedo a salir heridos—.

Aclarando nociones

Antes de entrar propiamente en el tema que nos ocupa, es importante hacer una distinción. Los sentimientos que podemos experimentar hacia alguien dan origen al enamoramiento, pero enamoramiento no es amor. Como tal, el amor es una decisión: la decisión de buscar el bien y lo mejor para la otra persona.

No se trata aquí, entonces, de plantear una oposición entre los sentimientos y el amor. Por el contrario, los sentimientos constituyen un insumo para el amor, es decir, ayudan a que el amor crezca y se haga cada vez más fuerte, y por eso son muy buenos. En efecto, el hecho de sentir cosas fuertes por alguien generalmente nos lleva a tratar de buscar su bien.

Y resulta muy importante notar que la bondad de los sentimientos radica precisamente en que son un insumo para el amor. Justamente por eso es que se debe escapar de los dos extremos de los que hablábamos. Por un lado, no dejemos que estos tomen el absoluto protagonismo, con lo cual el centro de la relación estaría puesto en “lo que yo siento”, y ello podría alejarnos de la búsqueda del bien para la otra persona. Por otro lado, evitemos cerrarnos completamente a ellos, lo cual puede hacer que nos estemos cerrando también al amor que podría surgir, de darnos la posibilidad de conocer a esa otra persona.

Extremo 1: Que tomen el control

Definitivamente, es muy agradable sentirse enamorado, más aún cuando ese sentimiento es correspondido. Uno se siente en las nubes, capaz de llevarse el mundo por delante, y todos los días son primavera. Es una sensación única, que muy pocas experiencias pueden igualar.

El gran riesgo de dejar que los sentimientos tomen el protagonismo es que el centro termine estando en uno mismo, corriéndose el riesgo de “perder de vista” a la otra persona. En efecto, lo ordinario es que los sentimientos surjan frente a ciertas características que posee la otra persona. Pero los sentimientos no requieren que la otra persona realmente posea esas características: basta que uno crea que las posee.

La primacía puesta en los sentimientos, especialmente cuando uno empieza a conocer a la otra persona, lo lleva a la idealización. En ella, no importa cómo sea la otra persona en realidad, sino cómo yo quiero que sea. Antepongo la idea a la realidad, atribuyendo a la otra persona esas características que me aseguran que podré seguir sintiendo eso que quiero sentir.

Extremo 2: Cerrarme a ellos

Hay experiencias que, debido a su escasa intensidad, difícilmente nos marcan. En cambio, hay otras que terminan dejando huellas profundas, para bien o para mal. El terreno del amor es fuente de experiencias muy intensas, muchas de ellas únicas, que dejan una profunda huella en nosotros. El primer beso, la primera vez que uno se pone de novio en serio, una pedida de mano, o el primer encuentro sexual… Experiencias que nos acompañan toda la vida.

Lo cierto es que, si bien todas esas experiencias dejan marcas en nosotros, estas no siempre son agradables, e incluso pueden llegar a ser heridas. El hecho de que alguien en quien confiábamos nos haya traicionado, o una relación que terminamos con la autoestima dañada son algunos de los casos que pueden hacer que se nos haga difícil permitirnos sentir de nuevo algo por alguien.

Claramente, uno no elige sentir cosas o dejar de sentirlas. Sin embargo, uno sí puede elegir qué actitud asume frente a eso que siente. Y, a ese nivel voluntario, uno sí puede elegir mantener a la otra persona a distancia, evitando una cercanía —física o psicológica— que la vuelva especial para nosotros.

Un punto de equilibrio

Por más que parezca que ambos extremos nada tienen en común, en realidad, se identifican en el hecho de que ambos implican una suerte de subjetivismo exacerbado —es decir: me termino cerrando en mí mismo—. En ambos casos, me quedo encerrado en mis ideas. En el primer caso, atribuyendo a otra a la otra persona características que no posee. En el segundo, negándome a la posibilidad de conocer realmente al otro, quedándome con el prejuicio de que esa persona me va a dañar, o de que no me va a querer por quien soy.

Por eso, resulta fundamental aprender a equilibrar ambos extremos con una cuota de objetividad. La objetividad implica poner en el centro la realidad, es decir, darme la posibilidad de conocer realmente a la otra persona, sin que mis ideas —positivas o negativas— se impongan.

Por más que tengamos ganas de hacerlo, es importante que no abramos de golpe la “represa sentimental” ante la primera persona que conozcamos, dejando que nuestros sentimientos hacia ella inunden la relación. Pero tampoco se trata de clausurar definitivamente la represa. Hay que irla abriendo de a poco. Y especialmente en aquellos casos en los que nos cuesta abrirla, conviene hablar con la otra persona para que sepa esperarnos y nos entienda.

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