El Domingo de Ramos, se alza, -entre nubes amenazantes, cielos entoldados y pronóstico de lluvias-, el telón de la Semana Santa, la Semana Mayor del calendario cristiano, que si es mayor y santa, lo es, ante todo, por lo que celebramos los cristianos: nuestra Pascua de la cruz y de la luz, los misterios de nuestra liberación, el amor de un Dios, compartiendo la condición humana. La Semana Santa, -lo saben bien los cofrades-, es mucho más que "itinerarios" e "iconografías". Es, ante todo, "silencio, contemplación y plegaria compartida". Pedir esto en un mundo de ruidos y de prisas, de agobios dramáticos y exaltaciones altaneras, casi nos resulta una paradoja.

Por eso, deberíamos andar vigilantes para que las celebraciones más populares del cristianismo, Navidad y Pascua, el pesebre y la cruz, no se nos distorsionen. Habría que estar reivindicando constantemente estas fiestas desde la fe y para la vivencia de la fe. Desde luego, Navidad y Pascua son también cultura; pero cultura teñida de religiosidad. Si caen las hojas de la fe del árbol de la cruz, nos queda tan sólo una caricatura: un árbol seco sin significado alguno. Por tanto, debemos luchar para liberar de la ambigüedad y de la insignificancia religiosa a muchas de nuestras celebraciones eclesiales.

La Semana Santa, ante todo, debe abordarse desde su protagonista, Jesucristo, el hombre de la cruz: "El hombre de la pasión, que encarna la pasión por el hombre". Así lo expresaba certeramente Chesterton, acaso ofreciéndonos la sutil denuncia de que se van desplazando, consciente o inconscientemente, aspectos fundamentales de la Semana Santa, al tiempo que se subrayan y absolutizan los tonos folclóricos, económicos y lúdicos. En su entraña más viva, nuestra Semana Santa es el anuncio del misterio de la cruz en todo tiempo y lugar. Y el anuncio, en el reverso, lleva siempre una denuncia: la de todo aquello que, de una manera o de otra, busca vaciar de contenido y significado los misterios fundamentales del cristianismo.

El pueblo de Dios es particularmente sensible al misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Sobre todo, a los sufrimientos del Nazareno y de su Madre María. El pueblo de Dios se identifica fácilmente con las llagas y soledades de Madre e Hijo, y por eso, en tantos momentos de las estaciones de penitencia, surge un estallido de emociones que se plasma en las saetas y en los aplausos. La religiosidad popular se acerca a un Dios que se ha instalado en las entrañas de la humanidad para ofrecerle la salvación. Y es esa salvación, la que busca el pueblo, contemplando estos dias la cruz y el Crucificado, esperando junto a Él, una urgente resurrección.